Inutilidad de las leyes. Ricardo Mella

 

Quien dice ley, dice limitación; quien dice limitación, dice falta de libertad. Esto es axiomático.

Los que fían a la reforma de las leyes el mejoramiento de la vida y pretenden por ese medio un aumento de libertad, carecen de lógica o mienten a los que no creen.

Porque una ley nueva destruye otra ley veja. Destruye, pues, unos límites viejos, pero crea otros límites nuevos. Y así, las leyes son siempre traba al libre desenvolvimiento de las actividades, de las ideas y de los sentimientos humanos. Es, por tanto, un error, tan generalizado como se quiera, pero error al fin, la creencia de que la ley es la garantía de la libertad. No, es y será siempre su limitación, que es como decir su negación.

«Puede ser se nos dice que la ley no pueda dar facultad a quien no posee ninguna; es posible también que obstaculice en lugar de facilitar las relaciones humanas; será, si se quiere, una limitación de la libertad individual y colectiva; pero es innegable que sólo mediante buenas leyes se llega a impedir que los malvados ofendan y pisoteen a los buenos y que los fuertes abusen de los débiles. La libertad, sin leyes que la regulen, degenera en libertinaje. La ley es la garantía de la libertad».

Con este común razonamiento nos responden todos aquellos que en la ley confían la solución del problema del bien y del mal, sin fijarse en que, con semejante modo de razonar, en lugar de justificar las leyes dan, al contrario, mayor fuerza a nuestras opiniones antilegalistas.

¿Acaso es posible que los débiles impongan la ley a los fuertes? Y si no son los débiles, sino los fuertes, los que están en condiciones de imponer la ley, ¿no se da en tal caso un arma más a los fuertes contra los débiles? Se habla de buenos y malos; pero por ventura, ¿hay dos especies de hombres sobre la tierra? ¿Hay alguno en el mundo que no haya cometido nunca una mala acción o alguno que no haya hecho una acción buena? ¿Quién estará entonces en condiciones de poder afirmar: éstos son los buenos; aquéllos los malos? ¿Otros hombres? ¿Quién nos garantizará la bondad de esos hombres que están en tales condiciones?
 
¿Daremos la preferencia a los inteligentes sobre los ignorantes? ¿Acaso la maldad no está generalmente en proporción con la inteligencia? Y de este modo, ¿no abusarán los inteligentes doblemente de los ignorantes?
 
Y si acordamos la confección de las leyes a los ignorantes, ¿qué especie de leyes no saldrán de sus manos? Encargad que las leyes las hagan los ingenuos y serán burladas por los astutos; estableced que las hagan los astutos y entonces serán mal intencionadas y en perjuicio de los justos. El problema es siempre el mismo. ¿Son malos los hombres? ¿Sí? Entonces no pueden hacer las leyes. ¿Son buenos? Entonces ninguna necesidad tienen de ellas.
 
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