La lucha de las mujeres por sus derechos 2ª Parte (S. XIX)

 

“No somos, como algunos creen, por ser feministas enemigas del hombre... pero somos enemigas de las injusticias de ciertas leyes, hechas por los hombres.”

Carmen Karr

Muchos textos de finales del siglo XIX y principios del XX todavía afirmaban públicamente la inferioridad femenina. Un artículo aparecido en La Vanguardia declaraba en 1889:

<<Desde su inteligencia a su estatura, todo en ella es inferior y contrario a los hombres. Todo en ella va de fuera a dentro. Todo es concentrado, receptivo y pasajero; en un hombre todo es activo y expansivo… En sí misma, la mujer no es como el hombre, un ser completo; es sólo el instrumento de la reproducción, la destinada a perpetuar la especie; mientras que el hombre es el encargado de hacerla progresar, el generador de inteligencia, a la vez creador y demiurgo del mundo social. Así es que todo tiende hacia la no igualdad entre los sexos y la no equivalencia; de modo que las mujeres, inferiores a los hombres, deben ser su complemento en las funciones sociales.>>

Aunque a comienzos del siglo XX tales afirmaciones respecto a la inferioridad de la mujer tendían a ser desplazadas por otras más sutiles que defendían una condición igual pero complementaria, muchas mujeres seguían todavía interiorizando este discurso de género y los valores culturales que transmitía. Con frecuencia, las mujeres que estaban interesadas en mejorar su suerte seguían siendo conservadoras en lo que respecta a su idea de rol social femenino y a veces aceptaban la supremacía masculina en un sistema claramente patriarcal.
 
Ese fue el caso de Dolors Monserdà (1845-1919), escritora y una de las figuras más destacadas del nacionalismo conservador catalán y del movimiento reformista católico dedicado a la promoción de la mujer a principios del siglo XX. Monserdà era una mujer muy culta que no sólo estaba comprometida con la escritura, sino con la promoción activa de la mujer en la educación, el trabajo y la cultura.
 
Dolors Monserdá
Sin embargo, combinaba estas actividades con declaraciones públicas en las que apoyaba al hombre. Su postura es indicio también de la abrumadora omnipresencia en la España de aquella época de la doctrina católica en las cuestiones relativas a la mujer. Aunque se autoproclamaba feminista y creó su propia versión del feminismo católico conservador catalán, Monserdà también reconocía la subordinación femenina y la atribuía tanto a las leyes naturales como divinas:

<<No es mi intención hablar o minimizar en lo más mínimo la sumisión que la mujer, por ley natural, por mandato de Jesucristo y por propia voluntad al contraer matrimonio, debe tener al hombre, ya que esta sumisión es del todo necesaria para el adecuado gobierno de la familia y la sociedad; sumisión, que en la mujer es un impulso del corazón al que siempre obedece, siempre que la supremacía reconocida por las leyes divinas y humanas se combine con la superioridad moral del hombre que la impone.>>
 

En otros países europeos que durante el siglo XIX experimentaron un proceso de secularización más profundo, los argumentos que se utilizaban para justificar la subordinación femenina se fueron formulando poco a poco sobre un razonamiento seglar pseudocientífico. Aunque esa línea argumental a la larga influyó en el discurso de género sobre la mujer en España, a principios del siglo XX éste todavía estaba profundamente influenciado por la doctrina católica.

La cuestión de la capacidad intelectual de las mujeres se debatió más en otros países europeos y en los Estados Unidos que en España, en donde prácticamente todos los grupos sociales creían todavía en la inferioridad intelectual femenina. Incluso los sectores radicales y obreros expresaban de vez en cuando sus dudas acerca de dicha capacidad a pesar de sus teorías en contrario.

Industria textil catalana
 
Persistían las dudas sobre si la inferioridad intelectual de las mujeres era algo innato. En 1931, el conservador Francesc Tusquets todavía sostenía enérgicamente que:

<<Si la mujer ha brillado mucho menos que los hombres en el cultivo de las ciencias, las letras y las artes, este hecho no es debido más que en una parte muy pequeña a la diferencia de educación, pues principalmente lo es al talento y a la actividad naturales, que difieren bastante de un sexo a otro; y cuyas diferencias de aptitudes son innatas y, en consecuencia, fundamentales y permanentes.>>

Mucho antes, otros escritores habían atribuido la supuesta inferioridad intelectual de las mujeres al hecho de que el principal motivo de todos sus actos, junto con el fundamento de su psicología, se debía de forma consciente o inconsciente, a la reproducción de la especie.  Así, sería la matriz, y no el cerebro, lo que condicionaría la capacidad intelectual de las mujeres.


El lento avance en el terreno de la educación escolar y cultural de las mujeres constituye también un factor decisivo en la discriminación del género. La proliferación en el siglo XIX de los Estados liberales en Europa occidental significó la expansión de la enseñanza pública como medio de propagar la cultura burguesa y de consolidar los regímenes liberales.
 
Aunque se consideraba que las mujeres formaban un grupo social que requería una educación distinta de la que recibían los hombres, poco a poco fue perdiendo crédito la opinión inicial de que la educación, tanto desde un punto de vista físico como mental, podía ser perjudicial para ellas. A finales del siglo XIX, el hecho de que las mujeres recibieran una educación adecuada se convirtió en un tema habitual de debate en los círculos educativos.

En España, la calidad global de la educación era espantosa y la de las mujeres notablemente peor. En un escrito de finales del siglo XIX Concepción Arenal señalaba que “En las escuelas de niñas (donde las hay), la mayor parte del tiempo se invierte en labores, y sólo por excepción la maestra sabe leer con sentido, escribir con ortografía y lo más elemental de aritmética”. Según ella, la inferioridad cultural de la mujer se debía sobre todo a su exclusión de una educación adecuada.
 
Escritora y activista social española (El Ferrol, 1820 - Vigo, 1893). Sorteando las dificultades que en su época se oponían al acceso de las mujeres a la universidad, estudió en Madrid Derecho, Sociología, Historia, Filosofía e idiomas (teniendo incluso que acudir a clase disfrazada de hombre).

En 1847 casó con don Fernando García Carrasco, abogado y escritor, y ambos esposos colaboraron en La Iberia. Su primer libro fue la novela Historia de un corazón, y en 1851 publicó Fábulas en verso. Enviudó en 1855 y se retiró a Potes (Santander) con sus hijos, y más tarde a Galicia.

Próxima al krausismo (ver), pronto fueron conocidas sus críticas a la injusticia social de su tiempo (particularmente contra la marginación de la mujer, la condición obrera y el sistema penitenciario), fundamento de un reformismo social de raíz católica.

La emancipación de la mujer se relacionaba constantemente con su derecho a la educación que, a su vez, se consideraba la clave del progreso social y, por lo tanto, beneficiosa para la sociedad en su conjunto. La revista La Muger defendía este punto de vista de la educación femenina como fuerza civilizadora.
 
Sin embargo, también la contemplaba como un importante instrumento para la dignificación de la mujer y la mejora de su condición social. Las feministas rechazaban los estereotipos femeninos predominantes que las consideraban débiles, inconsistentes por naturaleza e incapaces de una existencia moral independiente fuera de la tutela masculina.

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No obstante, también actuaban dentro de los parámetros de una conformidad de género que veía la educación como un soporte del rol de las mujeres como madres, definido como su “misión sagrada” en la vida.
 
Excepcionalmente, algunas feministas rompieron con el discurso de género al reclamar un papel para la mujer que fuera más allá de la esfera privada del hogar y la familia. Desde otra perspectiva Berta Wilhelmi publicó un escrito en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza en el que defendía públicamente los derechos de la mujer a la educación, la cultura, la ciencia y el ejercicio profesional:

“Si la mujer pide por derecho propio el ejercicio de todas las profesiones, participar en las conquistas de las ciencias, cooperar a la solución de los problemas sociales, creemos que pide lo justo: pide la rehabilitación de media humanidad”.
 
Berta Wilhelmi nació en Heilbronn, en 1858. Pedagoga, feminista y filántropa española, de origen alemán.

Nació en una acaudalada familia alemana que poseía una fábrica de papel en Heilbronn y al incendiarse ésta, se trasladaron a España, donde montaron una fábrica semejante en Granada, en Pinos Genil.

Mujer progresista, libre de prejuicios y muy decidida puso en marcha la Primera Colonia Escolar en Granada, en 1889, junto a la Institución Libre de Enseñanza, donde niños y niñas pobres pudieron disfrutar de vacaciones pedagógicas: el ejercicio físico al aire libre, el descanso, la buena alimentación y el aseo corporal formaban parte de la educación que impartía.

Pedagoga, dedicada a ayudar y cuidar la salud de los pobres y desvalidos, empresaria, escritora, de ideas pacifistas y antimilitaristas, llevó a cabo su enorme labor en los distintos ámbitos con eficacia y entusiasmo, en los que fue precursora y pionera.

Impulsó entre otros proyectos las primeras colonias escolares de la provincia y el famoso sanatorio antituberculoso de la Sierra de La Alfaguara.

La diferenciación de género en la educación estaba profundamente inserta en las normas culturales. El libro de oro de la educación de las niñas es una obra que tuvo mucha influencia y que se publicó por primera vez en los años de 1850, reeditándose varias veces en las décadas posteriores; en ella se formulaba esta distinción muy claramente: “Lejos de mí la idea de dar a la mujer la educación escolástica del hombre: todo lo contrario, debe enseñarle a ser mujer, previsora como la hormiga, laboriosa como la abeja”.
 
A lo largo de generaciones las mujeres interiorizaron las normas educativas de género. En gran medida, siguieron aspirando a una educación que no lograba atender a su propio desarrollo personal ni a la ampliación de sus horizontes culturales y educativos conformándose con una formación específica dentro de los confines del rol tradicional adjudicado.
 
A comienzos del siglo XX, los importantes avances que Carmen Karr había subrayado en las expectativas culturales de las mujeres “modernas” de clase media, constituían también un ejemplo de sus mismas limitaciones:

Carmen Karr
<<Las mujeres quieren comprender los problemas que conforman la vida espiritual de un hombre, de modo que no sólo sean la asistencia, la casera, la esposa prolífica o la figura para lucir las joyas y los vestidos preciosos que sólo sirve para proclamar la riqueza del cabeza de familia… Sin aspirar a ser eruditas han logrado comprender que la verdadera ciencia de una mujer moderna es elevar su espíritu y sus gustos de tal forma que los hombres encuentren en ella algo eminentemente necesario para su vida espiritual y su perfeccionamiento.>>

El interés de las mujeres por aumentar sus oportunidades educativas no debe contemplarse como un desafío a su clásico rol familiar sino como un síntoma de cambio que muestra la revisión de los puntos de vista más tradicionales sobre la educación y la relación de la mujer con el hombre. La aspiración de instruirse supuso una cierta mejora en su situación de esposa como también en las expectativas culturales femeninas.
 
También se puede atribuir este interés por la educación femenina a la modernización de la familia y a una mayor conciencia de la necesidad de unas madres mejor formadas para desempeñar la tarea de educar a su prole. Asimismo, no todas las mujeres alentaban una educación concebida para fomentar las prerrogativas masculinas.
 
Algunas atacaban sin reservas tales iniciativas, como la escritora Emilia Pardo Bazán, que ya en 1892 había denunciado con una excepcional claridad de miras la utilización de las mujeres y la vigencia de un modelo educativo que reforzaba su subordinación: “No puede, en rigor, la educación de la mujer llamarse tal educación” afirmaba irónicamente “sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión”.
 
Emilia Pardo Bazán (1851-1921) está considerada la mejor novelista española del siglo XIX y una de las escritoras más destacadas de nuestra historia literaria. Además de novelas y cuentos, escribió libros de viajes, obras dramáticas, composiciones poéticas y numerosísimas colaboraciones periodísticas, a través de las cuales su presencia fue constante en la España de su tiempo. Con su obra y con su vida puso de manifiesto la capacidad de la mujer para ocupar en la sociedad los mismos puestos que el varón.

En el curso del siglo XIX, los avances de la enseñanza pública en otros países europeos, como Francia y Gran Bretaña, habían ido equilibrando poco a poco las diferencias de alfabetización entre los sexos.  En España, las deficiencias del sistema escolar y el fracaso de la reforma y las iniciativas educativas renovadoras produjeron en la población una tasa de analfabetismo muy elevada, siendo la tasa femenina sustancial y consistentemente más alta que la de los varones.
 
Para entonces, sólo el 25.1% de las mujeres sabía leer y escribir correctamente. En el curso de las primeras décadas del siglo XX, el analfabetismo global experimentó un lento descenso. Hacia 1930, las cifras de analfabetismo femenino cayeron al 47.5% y las del masculino al 36.9%. Una tasa tan elevada (casi la mitad de la población femenina de España) era un factor significativo que reforzaba las limitaciones sobre las oportunidades culturales y laborantes de las mujeres. A pesar de que la tasa global de analfabetismo se redujo, en el nivel de instrucción las diferencias de género aumentaron.

Los obstáculos que limitaban el acceso de las mujeres a la educación primaria, secundaria y profesional se hacían mucho más acusados cuando se trataba de la educación superior. A finales del siglo XIX, algunas mujeres excepcionales habían asistido a la universidad y ya no era necesario que se disfrazaran de hombre, como había tenido que hacer Concepción Arenal. No obstante, los hombres todavía monopolizaban por completo la educación superior en aquella época. Las restricciones legales a la educación femenina superior continuaron hasta 1910.

Victoria Kent

Con motivo de las discusiones para conseguir el sufragio femenino, se posicionó en contra de otorgar de forma inmediata el voto a las mujeres, lo cual perjudicó notablemente su figura ante los historiadores. Su opinión era que la mujer española carecía en aquel momento de la suficiente preparación social y política como para votar responsablemente, por lo que, por influencia de la Iglesia, su voto sería conservador (como así sucedió), lo que perjudicaría a los partidos de izquierdas. Sostuvo una polémica al respecto con otra representante feminista en las cortes, Clara Campoamor. Esto le acarreó cierta impopularidad, no obteniendo acta de diputada en las elecciones del 19 de noviembre de 1933.
A finales de los años veinte la situación mejoró algo, pero la población universitaria femenina era todavía muy escasa concentrándose las estudiantes en las áreas de farmacia, medicina y humanidades. Aún más significativo era el hecho de que pocas mujeres ejercieron sus carreras después de obtener su licenciatura.  Las mujeres médicos y abogados que ejercieron sus carreras profesionales eran figuras sumamente excepcionales que ganaron fama como símbolos políticos en los años treinta. En efecto, abogadas como Clara Campoamor y Victoria Kent llegaron a ser diputadas y desempeñaron -aunque desde posturas políticas opuestas- un papel decisivo en el debate sobre el sufragio femenino.

Nace en el barrio madrileño de Maravillas el doce de febrero de 1888, en una familia de origen humilde. Su madre era modista y su padre, contable de un periódico

A la muerte de éste, se ve obligada a interrumpir sus estudios y ponerse a trabajar y lo hace en el cuerpo de Correos y Telégrafos en 1909.
 
En 1914 y tras sacar el número uno de su oposición, se convierte en profesora de adultas en el Ministerio de Instrucción Pública. Sin embargo, al no tener el bachiller sólo puede impartir clases de taquigrafía y mecanografía por lo que decide seguir estudiando a la vez que lo compagina con sus trabajos de mecanógrafa en el Ministerio y de secretaria en el periódico “La Tribuna” respectivamente.


En 1923 participa en un ciclo sobre Feminismo organizado por la Juventud Universitaria Femenina donde comienza a desarrollar sus ideario sobre el derecho a la igualdad de las mujeres.

En 1924 y a la edad de treinta y seis años se licencia en Derecho lo que le permite defender dos casos de divorcio muy célebres en aquella época, el de la escritora Concha Espina, de su marido Ramón de la Serna y Cueto, y el de Josefina Blanco, de Valle-Inclán.


Fue también la primera mujer que intervino ante el Tribunal Supremo y que desarrolló trabajos de jurisprudencia sobre cuestiones relativas a los derechos de la situación jurídica de las mujeres en nuestro país.

Paralelamente al progreso de la educación pública, el movimiento obrero desarrolló estrategias alternativas de renovación pedagógica y educación popular. No cabe duda de que los ateneos y demás centros culturales populares auspiciados por socialistas y anarquistas respondían a la demanda social de cultura y educación.
 
Naturalmente, la difusión del conocimiento a través de estos centros tenía el propósito de transmitir un mensaje cultural en consonancia con los ideales sociales y políticos de sus impulsores. La educación popular tradicional abarcaba la formación elemental y técnica así como una amplia gama de actividades culturales. Sin embargo, estas, campañas tenían una clara definición de género y apenas respondían a las necesidades reales de las mujeres de clase obrera.

Lo cierto es que algunas actividades trataban esporádicamente de las cuestiones que tenían una importancia específica para las mujeres, con conferencias sobre temas tales como la familia, la sexualidad, el control de la natalidad y la higiene, pero sin que se hiciera un esfuerzo sistemático para desarrollar una educación popular claramente dirigida a las mujeres. 

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La gran cantidad de analfabetas, su bajo grado de instrucción y su falta de formación profesional y técnica componían una situación que requería una atención especial y unas políticas que remediaran tal discriminación. Pero incluso en los sectores de la izquierda radical, la hegemonía cultural masculina y los hondos prejuicios hacia la entrada de las mujeres en el mundo de la cultura dificultaban mucho el acceso de las obreras a la educación, aunque tuvieran algunas facilidades para ello.

Tanto anarquistas como socialistas, los dos grupos principales del movimiento obrero español, afirmaban que la educación era la clave para la emancipación de la clase obrera y también un medio fundamental para lograr la emancipación femenina. A pesar de tales declaraciones y del reconocimiento explícito de que las obreras carecían de facilidades para educarse, ninguno de los grupos les dedicó un esfuerzo educativo semejante a las facilidades ofrecidas a los trabajadores.
 
En 1879 el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) incluyó en su programa político la educación integral para ambos sexos, pero los socialistas apenas crearon iniciativas dirigidas a facilitar tal educación a las mujeres. Ni siquiera las agrupaciones femeninas socialistas incorporaron planes educativos específicos a sus programas, si bien mencionaban la importancia de educar a las mujeres.

El caso de la Agrupación Femenina Socialista de Madrid sirve como ejemplo de esta falta de atención sistemática. Esta agrupación, que se creó en 1906 y se disolvió en 1927, manifestó cierto interés en fomentar la educación femenina.
 
En efecto, el primer punto de su programa establecía que su propósito era “Educar a la mujer para el ejercicio de sus derechos y la práctica de sus deberes sociales, con arreglo a los principios de la doctrina socialista” . Sin embargo, las actas de la agrupación revelan que la mayor parte de sus energías las dedicaron a elaborar una propaganda política en beneficio del partido socialista. No puede considerarse que las veladas literarias que tenían lugar para celebrar los aniversarios de la agrupación, las conferencias que de vez en cuando se daban a las lavanderas y modistas o las compañías emprendidas para obtener apoyo en favor de los más necesitados.

En el programa de los anarquistas españoles figuró, desde su creación, la educación integral de ambos sexos y la emancipación femenina. Los anarquistas siempre habían hecho hincapié en el fomento de la educación popular alternativas pues pensaban que la educación y la pedagogía eran cuestiones clave para el desarrollo integral de todas las personas. 
 
La Federación Regional Española (FRE) de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) envió en 1871 una circular a los obreros en la que declaraba:

“Queremos la enseñanza integral para todos los individuos de ambos sexos en todos los grados de la ciencia, la industria y las artes, a fin de que desaparezcan estas desigualdades intelectuales en su casi totalidad ficticias” .

Existen algunos indicios de que en el siglo XIX se realizó una serie de actividades educativas orientadas especialmente a mujeres y niñas, como fue la escuela para chicas que organizó el Ateneo Catalán de la Clase Obrera fundado en 1872, el cual propuso un programa de lectura, escritura, aritmética, gramática, economía doméstica, punto de aguja, zurcido y corte y confección para los cursos elementales, y de dibujo, geometría, geografía y bordado para los más avanzados.

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Se seguía un método más racional para que la enseñanza unificara las condiciones de utilidad real para el presente y el futuro de la clase trabajadora.  Si bien el movimiento libertario dedicó más atención a la educación femenina que los demás sectores de la clase obrera, las iniciativas no estaban muy extendidas y solían ser esporádicas. Aunque los programas de los ateneos anarquistas contenían temas de importancia para las mujeres, su programa educativo no contemplaba la educación femenina como tal. En efecto, ninguno de los medios culturales de la clase obrera promocionó realmente la presencia de la mujer.

Durante el cambio de gobierno del Bienio Progresista (1854-1856) aparentemente, esta demanda indica que había una significativa proporción de mujeres casadas que trabajan por un salario y que durante este período participaron en el movimiento obrero catalán.  Un estudio realizado en 1883 por la Comisión de Reformas Sociales parece confirmar esta hipótesis, ya que revela que la contribución económica de la mujer era indispensable para la supervivencia de la familia.
 

Mecanógrafas
Sin embargo, los trabajadores seguían pensando que la integración femenina en el mercado laboral sólo era admisible en caso de graves necesidades económicas. Indudablemente, aceptaban la postura de género tradicional sobre el trabajo femenino remunerado, que rechazaba sin más juzgado vergonzoso el que las mujeres de sus familias tuvieran que trabajar.

Uno de los testimonios de la Comisión exponía que los trabajadores procuraban cumplir con la obligación de mantener a su familia, de modo que sólo de forma excepcional, cuando les era materialmente imposible mantener la economía familiar, se resignaban a que su esposa e hijas trabajaran fuera de casa.  El discurso de género definía el trabajo como eje crucial de la identidad masculina. La representación cultural predominante del varón era la de trabajador y sostén único de la economía familiar. De este modo, los elementos cruciales de la masculinidad reforzaban la oposición de los hombres al trabajo remunerado de las mujeres.

Al final, ya no se pudo negar la realidad económica: la mayoría de las familias necesitaban de modo acuciante el salario de las mujeres. En consecuencia, el trabajo retribuido dentro de los confines del hogar llegó a ser una propuesta más viable, aceptada por los ideólogos de clase obrera y de clase media. A comienzos del siglo XX el trabajo a domicilio fue propuesto como la mejor opción laboral para las mujeres, pues les permitía combinar sus deberes de ama de casa con el trabajo asalariado.


La contribución de las mujeres españolas a la economía familiar quedó demostrada por su participación masiva en el trabajo a domicilio durante la I Guerra Mundial. En este período de expansión productiva debido a la neutralidad española, el trabajo a domicilio aumentó como un mecanismo que permitió a la economía satisfacer el aumento de la demanda sin verse obligada a emprender la renovación tecnológica ni aumentar los costes. Este sistema de producción descentralizado, basado en la subcontratación, el trabajo intensivo, el control obrero y los bajos salarios se estableció sobre un mercado laboral informal compuesto principalmente de mujeres. 
 
 
 
 
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"Rojas: las mujeres republicanas en la Guerra Civil". Mary Nash
 

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