Las 12 pruebas de la inexistencia de Dios. Sebastián Fauré

 

Hay dos maneras de estudiar y de intentar resolver el problema de la inexistencia de Dios.

La primera consiste en eliminar la hipótesis de Dios del campo de las conjeturas plausibles o necesarias para una explicación clara y precisa por la exposición de un sistema positivo del universo, de sus orígenes, de sus desarrollos sucesivos, de sus fines.

Esta exposición haría inútil la idea de Dios y destruirá por adelantado todo el edificio metafísico sobre el cual los filósofos espiritualistas y los teólogos lo hacen descansar.

Eso supuesto, en el estado actual de los conocimientos humanos, si uno se ciñe, como corresponde, a lo que es demostrado o demostrable, verificado o verificable, esta explicación falla, este sistema positivo del universo falla.
 
Existen ciertamente hipótesis ingeniosas y que no chocan de ninguna manera con la razón; existen sistemas más o menos verosímiles, que se apoyan sobre una cantidad de constataciones y calan en la multiplicidad de observaciones con las cuales han edificado un carácter de probabilidad que impresiona.
 
Así se puede atrevidamente sostener que estos sistemas y esas suposiciones soportan ventajosamente ser confrontados con las afirmaciones de los deístas; sin embargo, en verdad, no hay sobre este punto sino tesis que no poseen aún el valor de la certidumbre científica y cada uno, siendo libre, en fin de cuentas, para conceder la preferencia a tal sistema o a tal otro que le es opuesto, la solución del problema así planteada, aparece en el presente al menos, bajo la obligada reserva.

Los adeptos de todas las religiones toman tan seguramente la ventaja que les confiere el estudio del problema así planteado, que todos pretenden constantemente conducirlo a la precipitada posición; y si, aún sobre este terreno, el único sobre el cual pueden hacer todavía buen papel, no salen más que de paso -tanto monta- con los honores de las batallas, le es posible, sin embargo, perpetuar la duda en el espíritu de sus correligionarios; y para ellos este es el punto principal.

En este cuerpo a cuerpo en el que las dos tesis opuestas se agarran y se esfuerzan en derribarse, lo deístas reciben rudos golpes, pero ellos dan también; bien o mal se defienden y el resultado de este duelo aparece inseguro a los ojos de la multitud. Los creyentes, aun cuando han sido colocados en posición de vencidos, pueden gritar victoria.

No se recatan de hacerlo con esa impudicia que es la marca de los periódicos de su devoción, y esta comedia consigue mantener bajo el cayado del pastor a la inmensa mayoría del rebaño.

Es todo lo que desean esos “malos pastores”.
 
 
 
 

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