Nicoló Converti. República y anarquía


Somos iguales, se nos dice, iguales todos ante la ley. Por añadidura, dícese también, esta ley la hacemos nosotros por medio de nuestros representantes, porque hoy no estamos ya gobernados solamente por la gracia de Dios sino también por la voluntad de la Nación. Y no se crea que la gracia de Dios forma parte solamente de los programas de las monarquías; forma parte integral del programa de los republicanos. La fórmula de Mazzini Dios y el Pueblo equivale a la de por la gracia de Dios y por la voluntad de la Nación. Repúblicas hay que estipendian largamente al clero.

Tenemos, pues, que porque se nos ha concedido el derecho de votar se cree que se nos ha hecho libres, que se ha resuelto el problema de la libertad. Examinemos brevemente si votando podemos expresar nuestra voluntad. En este rápido examen no entendemos simplemente refutar el sistema parlamentario monárquico, sino también el republicano, o, en otros términos, el sistema parlamentario, porque monárquico o republicano el tipo es único y si hay modalidades diferentes, no están en el parlamento, sino en el jefe del Estado.

Consideremos la cosa concediendo a los adversarios que todo suceda en las elecciones del mejor modo posible, es decir, sin presiones ni fraudes, a tenor de las más puras virtudes republicanas. Y veamos, pues, como expresamos nuestra voluntad en las elecciones. Examinemos los hechos confrontándolos con las declamaciones estériles y metafísicas de los partidarios entusiastas del sufragio restringido o universal.

Se presentan diversos candidatos solicitando nuestros votos con programas vagos, indeterminados, con declaraciones de principios generales. Nosotros elegimos el número que la ley determina; una parte de ellos queda vencida en la lucha. Esta minoría, pues, no puede hacer valer su voluntad; que quiera que no, tiene que subordinarse a la voluntad de la mayoría. Y cuando uno no puede obrar según su voluntad sino que tiene que someterse a la ajena, no es libre, dígase lo que se quiera; es esclavo.

He aquí ya un primer hecho que ni mil sofismas de los políticos podrían destruirlo. La libertad republicana se reduce, por tanto, a la tiranía de la mayoría. Por añadidura, con haber dado nuestro voto no habemos expresado nuestra voluntad, y menos aun sobre las cuestiones que surgen a diario, a cada hora, que sobrevienen después de las elecciones. Los diputados reciben un mandato ilimitado mientras dura la legislatura; nosotros no hemos podido previamente determinar nuestras necesidades ni expresar nuestra voluntad sobre el modo de satisfacerlas. 

Nuestra soberanía es flor de un día; la abdicamos en manos de los representantes de la nación. Si nuestro diputado es honrado, votará en el parlamento según su conciencia; y no más podemos pretender de él. Ahora bien, obrando así expresará su voluntad, no la de sus electores, los cuales, para el asunto objeto de votación en las cámaras, ni la expresaron ni tienen posibilidad de expresarla, por que, como es sabido, en estos curiosos sistemas parlamentarios, monárquicos o republicanos, los mandatos imperativos están prohibidos, lo que quiere decir, que mientras por un lado se afirma que el parlamento debe ser expresión de la voluntad popular, se prohíbe por otro que pueda ser imperativamente expresada y cumplimentada.

Un diputado puede muy bien después de las elecciones, cambiar de bandera y continuará siendo representante de la nación. Las fáciles y múltiples promesas que los candidatos hacen a sus electores para hacerse elegir, no hay modo de hacérselas cumplir si se les antoja o tienen interés personal de cambiar de casaca. Los republicanos más radicales que se han dado cuenta de esta gran contradicción, han inventado un remedio que es peor que la enfermedad: la revocabilidad del mandato. Es decir, que el elegido será representante mientras exprese la voluntad de los electores, y cuando no, se le quita el mandato. ¿Pero cuándo y cómo expresó su voluntad el pueblo? Una papeleta lleva escritos nombres, no voluntades. A lo sumo le quitaréis el mandato al diputado cuando ya haya votado una ley que continuará subsistiendo aunque sea contraria a vuestra voluntad. Por lo demás, ¿no estamos viendo casi siempre reelegir los mismos diputados aunque hayan cambiado de programa? ¿No hemos visto a menudo, cuando en un distrito se han tenido que hacer nuevas elecciones por defunción de un diputado o por incompatibilidad, salir elegido otro que tiene un programa diametralmente opuesto al del primero? El pueblo continúa siendo el mismo de antes, pero ha votado diferente porque las influencias se han modificado.

Los parlamentos, monárquicos o republicanos, no expresan la voluntad del pueblo; son su ficción. Todas estas observaciones que apuntamos fueron ya con mejor fuerza expuestas a los republicanos hace tiempo por Proudhon, por Bakunin, por nuestro Pisacane, que con razón llamaba al sufragio universal una mistificación.

El mismísimo José Ferrari escribió:

«No nos hagamos ilusiones; los parlamentos no son menos fastidiosos que los reyes protegidos por leyes de majestad, rodeados de guardias, con sus verdugos, cárceles y horcas a su disposición; están cegados por la adulación, por la codicia, por la irresponsabilidad, y constituyen un pueblo ficticio que tiene el orgullo de la universalidad de los ciudadanos y al cual no se le puede hablar ni pedir audiencia. Encerrado en sus formalidades no existe sino como aparece en su representación y no tiene siquiera la felicidad de Luis XI que consultaba a su barbero, y sin un rayo sin una calamidad pública no se le saca de su letargo».

Los republicanos no han querido hacer caso de todas estas observaciones. Acostumbrados a las declamaciones, creen poder resolver todos los problemas de la vida social con proclamar, escribiéndolas sobre el papel, las palabras libertad, justicia y fraternidad.

No hemos hablado de cómo se efectúan realmente las elecciones: de los disturbios electorales, de los intereses que un candidato crea y saca de quicio, y que originan principalmente la encarnizada lucha en contra o en pro. Las elecciones no se efectúan, no, ha base de programas ni siquiera a tenor de simpatías, sino según los intereses de los caciques electorales.

Para los republicanos, la comedia de las elecciones es la panacea universal. En vez de reconocer que el mal está en el sistema, de desgañitan repitiendo en todos los tonos que si el sistema parlamentario no funcionaba bien era porque no todos los ciudadanos tenían el derecho electoral. Y reclamaron para todos este derecho, y a los anarquistas que no hacemos uso de él nos han llamado provocadores porque nos atrevimos a decir al pueblo, a despecho del entusiasmo de los revolucionarios de mitin, que con la conquista del derecho de votar no se obtiene nada. Pero una vez obtenida esta extensión del voto y satisfechos los demócratas, se está peor aún, pues los parlamentos se han vuelto más serviles. Y los republicanos, a despecho del fracaso, piden todavía la ampliación del voto administrativo, creyendo así que el pueblo va a salvarse.

Hay, no obstante, una parte, la más seria, que no tiene fe en el parlamento monárquico, y estos intransigentes lo esperan todo de la proclamación de la república, como si siendo electivo el jefe del Estado pudiesen los electores, con la simple papeleta depositada en la urna, transmitir sus pensamientos, sus necesidades y sus voluntades a los elegidos. No ven que hace ya medio siglo que se están haciendo toda clase de experimentos con el sufragio universal y sus modalidades y los resultados son siempre los mismos. Con el imperio alemán tenemos el sufragio universal; universal es el sufragio en la Francia republicana, gobernada ahora más por los radicales que por los oportunistas, y sufragio hay en las republicas americanas. Y en todos estos países la miseria y la esclavitud abundan, como en los países monárquicos, y en Chicago se ahorcó a anarquistas como en cualquier despótica Rusia. 

Si en la América, las condiciones de los obreros son un poco más soportables, no depende de la forma del gobierno, pues en alguna monarquía se ha vivido o se vive mejor que en algunas repúblicas. Pero los republicanos no tienen ojos para ver ni oídos para oír. Como los curas, que no saben explicar los fenómenos de la naturaleza sino con las tonterías de las sagradas escrituras, los republicanos se han fosilizado en el programa político-económico-moral de Mazzini algunos, más atrevidos, llegan hasta la negación de Dios, y prender demostrarles con hechos evidentes y repetidos que aquel programa envejeció y que es necesario llevarlo a un museo de antigüedades, se pierde el tiempo. Algunos creen que dejarían de tener carácter si reconocieran los errores de tal programa, confundiendo así el carácter con la tontería.

Si, realmente, la soberanía popular fuese lo que se desea, entonces el pueblo sería el llamado a discutir todas las cuestiones y problemas y una vez resueltos en uno u otro sentido llegaría el caso de nombrar un delegado y el mandato que se le diere debería ser imperativo. Pero como un individuo puede estar de acuerdo con otros sobre una dada cuestión y andar en desacuerdo respecto de otras, entonces para cada asunto, el pueblo tendría que escoger el representante, y el mandato, además de imperativo, debería ser especial. Mandato que terminaría con la resolución del asunto debatido.

Pero como el pueblo no puede por entero reunirse en una plaza pública para discutir y deliberar, sería necesario organizarlo en grupos, y puesto que al pueblo correspondería obrar y su voluntad prevalecer, no es necesario ni útil que sus intereses de discutan en Roma, París o Madrid.

Organizado, por consiguiente, el pueblo, en grupos espontáneos, discutiría sus intereses en los grupos, y cuando la ocasión se presentare, nombraría delegados con mandato imperativo y especial. Salta a la vista, por consiguiente, que entonces la representación parlamentaria sería inútil y dañosa. Por tanto, si realmente los republicanos quisieran que se cumpliese la voluntad popular, que su soberanía fuese real, no ficticia, no de un día, deberían aceptar el mandato imperativo, especial, la organización del pueblo en grupos autónomos, libremente, espontáneamente federados; pero entonces dejarían de ser republicanos para ser anarquistas.


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