Eduardo de Guzmán - La tragedia de Casas Viejas, 1933 Quince crónicas de guerra, 1936 [epub]

 
Guzmán en 1936
A Eduardo de Guzmán, uno de los mejores periodistas españoles del siglo XX, se deben algunos de los más rigurosos testimonios de la II República, la guerra civil y la cruel posguerra. Su actividad y buen hacer le granjearon amistades tanto entre sus compañeros de ideas libertarias, Durruti, Peyrats, Cipriano Mera,… como entre las más diversas personalidades: la joven Hildegart, Lluís Companys, Niceto Alcalá Zamora o Navarro Ballesteros, director en la época de «Mundo Obrero». Recogemos en este libro su magnífico reportaje sobre la matanza de Casas Viejas, lugar al que acudió en labores de corresponsal junto a Ramón J. Sender, y quince reportajes, nunca publicados en libro, escritos desde finales de agosto hasta finales de septiembre de 1936 en los campos de batalla de Teruel y Zaragoza, y en ciudades como Valencia y la Barcelona revolucionaria del momento. Unos textos llenos de entusiasmo y confianza en una victoria que no pudo ser.
 

Al finalizar el primer tercio del siglo XX, España continúa siendo un país esencialmente agrario. Las tres cuartas partes de los españoles habitan en localidades menores de 20.000 habitantes y la mitad de la población activa, alrededor de cuatro millones de personas, trabaja en el campo. La mayor parte de esos campesinos viven mal, muy mal, no sólo porque nuestro suelo dista mucho de ser el paraíso cantado por el Rey Sabio, sino por el atraso de los cultivos y, de manera fundamental, por la terrible desigualdad en el reparto de las tierras, con predominio de latifundios en Andalucía, Extremadura y La Mancha y de minifundios en Galicia, León y Castilla la Vieja.
 
En 1930, concretamente, 17.349 grandes propietarios son dueños del 42 por 100 del suelo cultivable, mientras 1.699.585 pequeños propietarios no controlan arriba del 32 por 100. Dos años después, en 1932, 417 señores dominan el 36 por 100 de la provincia de Badajoz, que tiene en ese momento 702.418 habitantes, las tres cuartas partes de los cuales dependen del agro. En la Andalucía Occidental y en la Oriental los latifundios comprenden el 46 y el 43 por 100 respectivamente de la superficie catastrada. (Todavía veintisiete años después, en 1959, estima Malefakis que el 1,8 por 100 de la población del país posee el 52,4 por 100 del suelo, mientras el 98,2 restante no domina más que el 47,6).
 
Al proclamarse la República hay en España alrededor de dos millones de campesinos sin tierras, que trabajan como máximo siete u ocho meses al año, percibiendo siempre salarios insuficientes para la subsistencia familiar; algo más de millón y medio de propietarios de tan minúsculas parcelas que ni trabajando hasta matarse toda la familia consiguen vivir con mediano desahogo, y varios cientos de miles de colonos aparceros, yunteros, rabassaireses, etcétera, víctimas en general de abusivos contratos de arrendamiento, amenazados en cualquier instante del desahucio de los campos que llevan en cultivo de generación en generación.
 
Hace mucho que en España se viene hablando de una modificación radical de las estructuras agrarias, con la que todos están conformes en teoría, pero nadie hace nada eficaz para llevarla a la práctica. Lejos de solucionar el problema, la desamortización de Mendizábal en 1834 lo agrava por la forma de realizarse, dando nacimiento a una nueva oligarquía agraria tanto o más perjudicial que las antiguas. Aunque durante la última mitad del siglo pasado y el primer cuarto de este se han llegado a preconizar medidas tan extremas y revolucionarias como la nacionalización o socialización de la tierra, todo sigue sin hacer en 1931.

La República tiene la obligación moral y material de hacerlo, no sólo porque la Reforma Agraria figura destacada en el programa de todos los partidos republicanos, sino porque la subsistencia de las viejas oligarquías aristocráticas y burguesas en el campo constituye una amenaza latente para el nuevo régimen. Terminar con injusticias seculares servirá, por un lado, para desmontar el caciquismo rural, culpable en buena parte del atraso político y de la pobreza nacionales, y por otro, para la creación de una clase media campesina, de una pequeña burguesía compuesta por millares y millares de pequeños propietarios que se convierta en base y sustento de la democracia y factor estabilizador que evite los bruscos bandazos de la política nacional.
 
Por desgracia, el Gobierno Provisional, en lugar de realizar esa revolución imprescindible de una vez y mediante decretos leyes, prefiere legalizarla en las Constituyentes y transcurre todo el año 31 sin que se haga absolutamente nada. Sólo en 1932 se empieza a discutir un proyecto que tropieza con tantos inconvenientes que no puede ser aprobado antes del 9 de septiembre, y eso merced a que el fracasado golpe monárquico del 10 de agosto ha hecho ver a republicanos y socialistas la urgencia de la reforma.
 
Por desgracia y aunque para entonces ya se han perdido dieciséis largos meses, la Reforma es más limitada y, sobre todo muchísimo más lenta de lo que esperan las masas campesinas. La expropiación de las tierras se realizará mediante la oportuna indemnización a los propietarios, previa la capitalización de la renta imponible con arreglo a los datos que aparezcan en el catastro. Pero como no sobran recursos económicos, el Instituto de Reforma Agraria (que no se aprueba hasta finales de 1933) calcula que no podrán ser asentados arriba de 40.000 campesinos por año, lo que equivale a decir que, en el mejor de los casos, se tardará cerca de medio siglo en proporcionar tierras a los campesinos que carecen de ellas. (El mejor de los casos no se da, porque ya en noviembre de 1933 triunfan las derechas y la Reforma queda paralizada; incluso la expropiación de las fincas de la Grandeza de España, dispuesta en un añadido de última hora a la Ley, será papel mojado, porque se anulará en el segundo bienio republicano).

En 1932 se logra, debido a excelentes condiciones meteorológicas, una cosecha excepcional la más abundante en lo que va de siglo tanto de trigo, cebada y avena como de garbanzos, patatas, viñedo y olivar. Sin embargo, cuando en 1933 se publica la primera estadística oficial acerca del desempleo obrero en España por la Oficina de Colocación y Defensa contra el paro, señala que hay un total de 619.000 obreros sin trabajo, de los cuales 395.000 son jornaleros agrícolas.
 
Es perfectamente comprensible que esa situación, a los dos años de proclamada la República, produzca un desencanto profundo en las masas campesinas y que ese desencanto se traduzca muchas veces en reacciones tan violentas como desesperadas. Algunas modificaciones en los contratos de arrendamiento, los alojamientos forzosos y la llamada ley de términos municipales que prohíbe la contratación de obreros forasteros mientras en el pueblo haya jornaleros en paro son leves paliativos a la angustiosa situación económica del campesino español en los comienzos de 1933. Sin tener todo esto en cuenta sería muy difícil explicarse tantas tragedias rurales como se producen en España, y muy especialmente la que tiene por escenario la aldea de Casas Viejas entre los días 11 y 12 de enero de 1933.
 
 

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