La lucha contra el fascismo. Diego Abad de Santillán (1938)

 

Hay que combatir al fascismo, librar a la humanidad de ese flagelo, volver al camino del progreso, más o menos lento, pero al progreso. No debiera ser esa posición exclusivamente nuestra, debiera ser la de todos los que se precian de liberales, de elementos progresivos, de portavoces de un avance hacia formas sociales, económicas y morales mas perfectos. Podamos disentir sobre métodos, pero todos juntos, cada cual con sus fuerzas y según sus posibilidades, constituiríamos un bloque invencible ante las manifestaciones de la reacción de la retrogradación. Matar la libertad, encadenar la libre expresión y manifestación de la voluntad del pueblo que trabaja, es cooperar al triunfo del fascismo. Y se puede obrar en ese sentido desde el campo mismo fascista y desde los atalayas del antifascismo. No hace falta ser profetas para adelantar esa perspectiva.

Sabemos lo que es el fascismo por haberlo visto en los hechos en otros países y luego en la propia España; sabemos como destruye la cultura, como mata el pensamiento, como aniquila la iniciativa libre de los hombres, como pesa sobre los pueblos en forma de nuevos impuestos y tributos para sostener sus ejércitos pretorianos, sus milicias de asesinos o sueldo, su burocracia inmenso; sabemos como conduce al desmoronamiento moral, a la corrupción, a la decadencia física, a la muerte de todo lo humano.

El pensamiento de todos es sustituido por el absolutismo de algunos oligarcas, la iniciativa general por el dictado inapelable de una camarilla omnipotente, la asociación libre por la organización impuesta y la disciplina de cadáver; el oro de ley por los oropeles externos.

Solemos decir que el fascismo es un retorno al medioevalismo; lo decimos porque no tenemos una realidad histórica pasada a que referirlo, y la Edad Media de la teocracia y del absolutismo tiene algo de la esencia fascista. Pero el fascismo moderno, por el hecho de disponer de un control mayor sobre los pueblos y sobre todas sus manifestaciones, es infinitamente más fatal. Quiere poner en evidencia hasta qué grado pueden llegar la bestialidad y la irracionalidad humanas.

En una palabra, aunque España tuvo la Inquisición, aunque ha vivido bajo la férula de aquellos postulados prefascistas de pasados siglos, conocerá con el fascismo horrores más refinados y desastres que no ha visto jamás en su larga existencia como nación o como conglomeración de naciones. Lo que nos llega de la tragedia de la España subyugada por las tropas rebeldes aliadas de los ejércitos invasores, no puede menos de estremecernos, no sólo en tanto que individuos, sino en tanto que vanguardia de un mundo más justo y humano. Hay que ponerlo todo en el platillo de la balanza para evitar esa muerte ignominiosa de España; jugar absolutamente todas las cartas para no repetir la horrible experiencia de la pobre Italia, de Alemania, de Austria, del Japón.

Ahora bien: frente al fascismo no es solución el llamado antifascismo. La única solución eficaz y promisora es una transformación económica y social que lo haga imposible, que seque sus fuentes perennes, que estirpe sus raíces del cuerpo maltrecho de la humanidad. Hay que oponer al fascismo, doctrina del odio, del absolutismo político, de la psicosis nacionalista, la ética del amor, del buen acuerdo, de la solidaridad nacional e internacional de todos los grupos humanos. Hay que destruir esas veleidades de la imaginación suelta de las tiranías, con una estructura nueva de la convivencia social, con una nueva organización del trabajo y del disfrute, estructura y organización obligadas en el grado actual del desarrollo del sistema capitalista que, en manos de sus gestores, no puede dar ya más que un acrecentamiento de miseria, de ruina y de desesperanza.

El pueblo español, con esa intuición insuperable que le distingue, puso a partir del 19 de julio de 1936, los jalones del verdadero, del único baluarte contra el fascismo, con sus creaciones económicas y políticas espontáneas. Atacar y destruir esas creaciones en nombre de lo que sea, significa tanto como pasarse con armas y bagajes al enemigo.

En una palabra, no hay más que un programa legítimamente antifascista: la transformación económica y social del régimen de la propiedad privada y del monopolismo político sobre el cimiento de la justicia, la socialización de la riqueza, la supresión del parasitismo, la integración en el proceso del trabajo útil de cuantos, por el hecho de vivir, han de ser forzosamente consumidores. Con una reorganización social justiciera, de modo que el trabajo sea un derecho y un deber para todos, el fascismo carecerá de base, el campo de acción, de razón de ser. Sin esa reorganización el fascismo triunfará directa o indirectamente, lo mismo por obra de los aliados de la invasión como por obra de los que, no comprendiendo o no queriendo comprender esta verdad, enarbolan lo bandera del antifascismo.

El fascismo es la muerte de la libertad y la libertad no es prejuicio pequeño burgués (Lenin), ni un cadáver putrefacto (Mussolini), es la vida misma. Por defender esa libertad hemos sacrificado ya centenares de millares de hermanos nuestros. Y lo sacrificaremos todo, pero sólo por la libertad, un tesoro que no se aprecia en su inmensa significación más que cuando se pierde.
 
 

No hay comentarios: