El nazi perfecto. Martin Davidson [epub]



Todas las familias tienen sus secretos. ¿Pero qué sucede cuando, investigando a un abuelo encantador, el detective se encuentra con una ilustración del mal? Durante más de cincuenta años, la familia de este nazi perfecto había conseguido guardar el secreto, hasta que su nieto escocés decidió enfrentarse a la verdad. Y se dedicó a investigar quién y qué había sido realmente su abuelo materno, un joven dentista de Berlín que a los diecinueve años ya era un nazi ferviente y militante. Pero el propósito de su autor también es iluminar el mal que hasta los hombres insignificantes pueden hacer en las épocas en que la historia enloquece…


Al igual que a todo nazi después de 1926, a Bruno le empujaba un deseo abrumador: continuar la tarea de conquistar un poder real. Establecidos los argumentos sobre la visión del mundo, las conspiraciones judías y la ideología nazi, había llegado el momento de salir a la calle y mostrar a los alemanes lo que en realidad significaba el nacionalsocialismo. Este cometido recayó más en una organización particular que en ninguna otra: no en el partido, sino en las milicias armadas de las SA. Por el momento, la camisa parda de Bruno resultó más decisiva que su carnet de afiliado.

Ernst Rohm, cofundador de las SA
En las SA abundaban los hombres que se regocijaban con su condición de marginados sociales. Por vándalos y matones que hubieran podido ser, ellos se veían como el arquetipo del activismo viril y dinámico, comprometidos con una causa grande e importante. El «encarnizamiento» de Bruno en las SA durante los años del Kampfzeit, el tiempo de lucha, le marcaron para el resto de su historial como un Alter Kämpfer, o «combatiente veterano», de pura cepa, uno de los elogios más codiciados del Tercer Reich. Tenía sólo veintiún años, nunca se había sentido tan importante.


No me sorprendió descubrir que Bruno había pasado su carrera de camisa parda con dos de los más infames batallones que existieron en las SA: el Sturm 33 y, más tarde, su batallón gemelo, el Sturm 31. Con su base en el norte de Charlottenburg, era famoso, incluso para los parámetros de las SA, por sus actos de violencia y sus asesinatos. Bruno vistió el uniforme de las SA durante once años completos y sólo se lo quitó en 1937, cuando se hizo evidente que había mejores puestos para él donde servir a la causa. Su historial en las SA le situó no sólo en la primera línea del peor decenio de violencia urbana, sino también, aunque entonces él no lo sabía, directamente encima de la más notable fisura que se abrió en el movimiento nazi. Las tensiones entre el partido y las SA empeoraron con cada año que pasaba y culminaron en la «Noche de los cuchillos largos», en junio de 1934.


En 1926, sin embargo, las SA sólo tenían una prioridad: ganar la batalla por Alemania, y en especial la batalla por Berlín, sede de todo lo que más despreciaban. Tampoco permitieron que su exiguo número de miembros redujese su capacidad para la violencia. Compensaban con ardor ideológico lo que les faltaba en tamaño: «En 1927 di la espalda a los ociosos y me uní a los activos militantes de las SA. Desde entonces participé valientemente en las manifestaciones, portando la bandera del grupo. Durante los años de lucha estuve en muchas salas de reuniones y peleas callejeras contra la amenaza de las chusmas rojas y sus mujeres chillonas», se jactaba un hombre de las SA.

Goebbels prometió agarrar al «Berlín rojo» por el cuello. La misión de las SA era sencilla: «guerra contra todos los antinacionalistas e internacionalistas; guerra contra el judaísmo, la socialdemocracia y el radicalismo de izquierdas; fomento del malestar interno con objeto de derrotar la Constitución no alemana de Weimar». Esto exigía que las SA estimulasen tanto a sus miembros como su espíritu combativo. Bruno sabía ya lo que esperaban de él, que era contribuir a adueñarse de las calles, dominar la ciudad y aplastar toda oposición.

Al principio Goebbels disponía apenas de unos 2.000 hombres, incluido Bruno; pero aquello no iba a ser una guerra encubierta. Nadie conocía mejor que Goebbels el modo de librar esas refriegas en que la mala fama y los titulares eran tan importantes como las cifras de bajas. Enseñó a sus escasas huestes de las SA a actuar a lo grande, convirtiendo sus tropas de asalto en una fuerza intimidatoria: «La imagen de un gran número de […] hombres de uniforme y disciplinados marcando el paso […] impresionará profundamente a todos los alemanes […] si grupos enteros de personas, de una forma organizada, arriesgan el cuerpo, el alma y sus medios de vida por una causa, tiene que ser forzosamente buena y legítima.» Bruno y sus camaradas de camisa parda pronto fueron un rasgo amenazador y ubicuo de la vida urbana. Harry Kessler se fijó en ellos por primera vez en 1925, parados en las esquinas con aire amenazante: «En la Potsdamer Platz, unos pocos muchachos portando la esvástica, con gruesas porras y rubios y estúpidos como jóvenes toros.»

Para conquistar Berlín había que romper cabezas. Las SA habían perfeccionado el arte de desfilar por el corazón de los barrios obreros de Berlín hostigando a los residentes comunistas, y Bruno no tuvo que esperar mucho para ponerlo en práctica. El 14 de noviembre de 1926 se unió a una formación de doscientos ochenta matones de las SA que desfilaban por las calles de Neukölln, una barriada comunista del Berlín obrero. La marcha, que culminó en Hallesches Tor, desencadenó una serie de virulentas reyertas que dejaron malheridos a trece militantes nazis. Fue celebrada como un triunfo propagandístico.

Las SA y el Frente Rojo comunista, en una recreación de sus múltiples encuentros violentos

Batallones de gorilas de las SA patrullaban periódicamente las zonas comunistas, donde no tardaron en enzarzarse en furiosos altercados: «Nos recibió un clamor tremendo; llegó volando por los aires una lluvia de piedras, botellas, basura, orinales llenos. Las mujeres, sobre todo, estaban enloquecidas, brincaban y chillaban, nos escupían, nos mostraban el trasero.»Este alboroto llegó a ser rutinario. «Ninguno de nosotros se libró de recibir un golpe con una silla o una jarra de cerveza […] Nuestro lema era siempre “¡Alemania, despierta!”», se regodeaba un sonado nazi berlinés.

Zurrar a los comunistas era gratificante, pero ineficaz si nadie se enteraba. Los nazis necesitaban las candilejas de los titulares nacionales, y en enero de 1927 Goebbels y las SA adoptaron nuevas tácticas encaminadas a proporcionarlos. Bruno empezó a asistir a estruendosos mítines políticos celebrados en salas y auditorios en medio de zonas comunistas. Funcionaban como un reloj. En primer lugar, los nazis invitaron a oradores simpatizantes a que fueran a incitar a un público atestado de brazaletes nazis. Luego se recostaron a esperar que los vecinos enfurecidos estallaran y empezaran a interrumpir, momento en el cual se armó la gorda. La primera de estas reuniones tuvo lugar en Spandau, en el extremo oeste de la ciudad, un semillero berlinés de comunistas.

Goebbels no se conformaba sólo con informes. Pronto transformó estos enfrentamientos en material de leyenda. Pero Bruno y sus camaradas de las SA ya no participaban en meras refriegas violentas; en cuanto Goebbels terminó de aleccionarles, se vieron convertidos en figuras heroicas. El más famoso de estos altercados fue el de Pharus Hall, en febrero de 1927, un auditorio espacioso del barrio de Wedding, al norte de la ciudad. Tras elegir adrede un lugar en el mismo centro de una zona comunista, la concentración de Pharus Hall fue anunciada con carteles que adoptaban la retórica de la jerga proletaria. «El Estado burgués se aproxima a su fin. ¡Hay que forjar una nueva Alemania!» Los comunistas locales replicaron debidamente con sus propios carteles: «¡Wedding rojo para el proletariado rojo! ¡Haremos papilla a todo el que se atreva a poner un pie en el Pharus Hall!»

Quemando lo que más molestaba a estos descerebrados, libros

Bruno era un integrante de la pandilla borracha y enfurecida que ya estaba exaltada antes siquiera de que Goebbels subiera al estrado. Sólo hizo falta una mínima provocación desde el fondo para que se iniciara un lanzamiento masivo de botellas y patas de las sillas. En vez de .correr en busca de refugio, Goebbels aguantó a pie firme, gritando en medio de la gresca y rodeado por los SA más gravemente heridos. Más tarde ensalzó a sus hombres como los «aristócratas del movimiento», gigantes políticos que tenían garantizado el interés de los redactores jefe de los periódicos, que en efecto les consagraron páginas enteras. Esta secuencia de hechos se repetiría periódicamente a lo largo de los seis años siguientes. La política se había vuelto sinónimo de violencia, tanto retórica como física.




No hay comentarios: