Esperanzas ilógicas. Inflexibilidad inevitable del capitalismo. Eliseo Reclus


Texto extraído del libro "Evolución, revolución, anarquismo".

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Hay almas ingenuas que esperan que todo se arreglará de buen grado y que un día de revolución pacífica bastará para que los defensores del privilegio cedan sin violencia a los deseos de los desheredados. Nosotros confiamos, en efecto, en que cederán alguna vez, pero cuando este caso llegue sabemos que el sentimiento que les guíe no será seguramente espontáneo. La proximidad de un mundo futuro, y sobre todo la fuerza de los hechos realizados llevando en sí el carácter de irrevocables, les impondrán un cambio de rumbo; no cabe duda de que se modificarán, pero será cuando vean la imposibilidad absoluta de continuar por el camino seguido.

Estos tiempos están todavía muy lejanos. En la naturaleza de las cosas está el que todos los organismos funcionen en el sentido de sus movimientos normales: pueden detenerse, romperse, pero no funcionar al revés. Toda autoridad procura engrandecerse en detrimento del mayor número posible de individuos; toda monarquía tiende forzosamente a dominarlo todo. Por un Carlos V que, refugiado en un convento, asiste desde lejos a la tragicomedia de los pueblos, ¿cuántos soberanos cuya ambición de dominio no ha sido jamás satisfecha pueden compararse, salvo la gloria y el genio, a otros tantos Alejandro, César y Atila? Lo mismo sucede con los detentadores de la riqueza; los que hartos de ganar dan sus riquezas para una buena obra son extremadamente raros, y hasta los que tuvieran la prudencia de moderar sus ambiciones no podrían realizar sus deseos: el medio ambiente en que se hallan continuaría trabajando para ellos; el capital no cesa de producir rentas al interés compuesto. 

Desde el momento en que un hombre se halla investido de una autoridad cualquiera, sacerdotal, militar, administrativa o financiera, su tendencia natural es funcionar sin control; todo carcelero cierra la puerta del calabozo con una especie de orgullo glorioso; no hay guarda de campo que no vigile la propiedad de los ricos con miradas de odio hacia el pobre merodeador, y no hay alguacil a quien no le inspire un soberano desprecio el pobre desahuciado o avisado para comparecer ante los tribunales.

¡Y si los individuos que tienen escasa representación en la gradación autoritaria se sienten enamorados de la parte de Rey que representan, cuánto peor son los cuerpos constituidos teniendo tradiciones, poder hereditario y punto de honor colectivo! Se comprende que un individuo sometido a una influencia particular pueda ser accesible a la razón o a la bondad, y que poseído de una piedad repentina abdique de su poder y de su fortuna, feliz de encontrar la paz y de ser acogido como hermano por los que antes oprimía consciente o inconscientemente; ¿pero cómo esperar un acto parecido de toda una casta de hombres liados los unos a los otros por la cadena de los intereses, por ilusiones y convencionalismos particulares, por amistades, por complicidad, y hasta por crímenes? 

Cuando la fuerza de la jerarquía y el apoyo de mutuos servicios sostiene el conjunto de las clases directoras como una masa compacta, ¿en qué puede fundarse la esperanza de que un día depongan el poder para convertirse en nuestros iguales? ¿Creen acaso que algún rayo de gracia puede humanizar a esta casta enemiga que se llama clero, ejército y magistratura? ¿Es posible imaginarse lógicamente que semejante raza pueda tener un acceso de virtud y ceder a otra razón que no sea el miedo? Es una máquina viva, compuesta de engranajes humanos, pero esto no obstante, funciona como animada por una fuerza ciega, y para detenerla será necesario todo el poder colectivo de una revolución social.

Admitiendo, sin embargo, que los buenos ricos entraran en el camino de Damasco, iluminados de pronto por un astro resplandeciente, y se sintieran convertidos, renovados como por encanto; admitiendo, además, cosa que nos parece imposible, que adquirieran conciencia de su egoísmo pasado y se despojaran inmediatamente de sus fortunas en beneficio de cuantos fueron por ellos explotados, presentándose en la asamblea de los desheredados, para decirles: Tomad; aun admitiendo todo esto la justicia no se habría establecido todavía: quedarían en una situación falsa ante la historia y nos los presentarían luego de un modo mentiroso. Así los aduladores interesados han ensalzado a los padres para explotar a los hijos. Así han ponderado en términos exaltados y elocuentes la noche del 4 de Agosto, como si en el momento en que los nobles abandonaron sus títulos y privilegios, abolidos ya por el pueblo, hubieran resumido todo el ideal de la Revolución francesa. Si se rodea de un nimbo glorioso un abandono ficticio, impuesto por la presión de los acontecimientos, ¿qué no se diría de un abandono real y espontáneo de la fortuna mal adquirida de los antiguos explotadores? Sería cosa de temer el que la admiración y el reconocimiento públicos les restituyera sus cedidos privilegios. No; es preciso para que la justicia se realice, para que las cosas adquieran su natural equilibrio, que los oprimidos se levanten por su esfuerzo propio; que los explotados tomen posesión de su bienestar; que los esclavos conquisten su libertad, y todo esto no lo conseguirán realmente sino ganándolo en la lucha.

Conocemos a los pobres enriquecidos. El orgullo de la fortuna y el desprecio al pobre son la nota característica de todos ellos. Al montar a caballo -dice un proverbio turcomano-, el hijo no conocerá a su padre. En subiendo en un carro -añade la sentencia india-, el amigo ya no ve a sus amigos. Pero toda una clase enriquecida es bastante peor que un individuo salido de la pobreza: ella no permite a ninguno de sus miembros que aislado obre fuera de sus instintos de clase, de los comunes apetitos, y por eso ruedan todos por la misma vía fatal. El huraño comerciante que discute brutalmente el céntimo, es temible en verdad: ¿pero qué diremos de toda una compañía moderna, y de toda una sociedad capitalista constituida por acciones, obligaciones, crédito, etc.? ¿Cómo moralizarla con todos sus papelotes y dinero? ¿Cómo inspirarle el sentimiento de la solidaridad hacia los hombres que pretenden cambiar el estado social actual? 

Una casa de banca compuesta por puros y buenos filántropos, no dejaría de descontar sus comisiones, intereses y primas; no sería sensible a las lágrimas que con frecuencia representan algunas piezas de cobre o plata, penosamente recogidas, y las arrancaría con crueldad para meterlas en sus arcas de valores. Se nos dice a veces que debemos esperar a que el tiempo haga su obra, dulcificando las costumbres y produciendo tal vez la reconciliación final; pero los que así piensan, ¿creen verdaderamente que las cajas de hierro van a enternecerse y que cesarán en sus funciones las formidables mandíbulas del agio que roen sin cesar generaciones y más generaciones humanas?

Si el capital, sostenido por toda la liga de los privilegiados, conserva su fuerza poderosa, pronto seremos esclavos de sus máquinas, simples cartílagos adhiriendo los engranajes a los ejes de hierro o acervo Si a los ahorros reunidos en las cajas de los banqueros se añaden sin cesar los nuevos despojos llevados a cabo por individuos responsables solamente ante el libro de caja, inútil es hacer llamamientos a la piedad, porque nadie oirá nuestras quejas. Contra el tigre le es posible a la víctima alguna defensa: contra los libros de banca, ninguna; sus fallos no admiten apelación; los hombres y los pueblos mueren aplastados por el peso de esos archivos cuyas páginas silenciosas nos relatan con cifras la obra inhumana que ellos representan.

Nosotros, durante nuestra vida, ya bastante larga, hemos visto sucederse las revoluciones políticas y podemos hacernos una perfecta idea del cambio incesante que sufren las instituciones basadas en el ejercicio del poder. Hubo un tiempo en que la palabra República nos producía delirios de entusiasmo; nos parecía que este término estaba compuesto de mágicas sílabas, y que el mundo se renovaría el día en que se pudiera pronunciar en alta voz en las calles y plazas. ¿Y quiénes eran los que ardían de ese amor místico por el advenimiento de la era republicana y veían con nosotros, en ese cambio exterior, la inauguración de todos los progresos políticos y sociales? Pues los mismos que actualmente gozan de prebendas y de excelentes colocaciones y adulan con interesada amabilidad a los asesinos de los armenios y a los grandes capitalistas. Yo no puedo creer que en aquellos tiempos, ya lejanos, todos los que ahora han medrado fueran refinados hipócritas. Algunos había, sin duda, que husmearían el aire para orientar su barca; pero la inmensa mayoría eran sinceros; sentían el fanatismo de la República y aclamaban de todo corazón la trilogía Libertad, Igualdad y Fraternidad; y al día siguiente al de la victoria aceptaban con sencillez las funciones retribuidas con la firme esperanza de que su entusiasmo por la causa común no decaería jamás. 

Algunos meses después, cuando estos mismos republicanos estaban en el poder, otros republicanos se arrastraban penosamente por las calles de Versalles, andrajosos y doloridos, entre dos filas de soldados. La multitud les insultaba, les escupía la cara; y ¡en esta multitud de odiosas figuras, los cautivos veían a sus antiguos compañeros de lucha, de ideas y esperanzas!

¡Cuánto camino hemos recorrido desde el día en que los revolucionarios de la víspera fueron los conservadores del día siguiente! La República, como forma de gobierno, se ha afirmado, y en la medida de su fortaleza ha degenerado hasta el punto de servir para todas las tiranías. Como un mecanismo de relojería o como la marcha de una sombra proyectada sobre una pared, todos los jóvenes fervientes que adoptaban actitudes heroicas para ponerse ante un policía, se han convertido en gentes prudentes y timoratas, pidiendo reformas con medida, o bien se han satisfecho con toda clase de goces y privilegios. ¡La mágica Circe, o mejor dicho, la lujuria de la fortuna y el poder los ha convertido en cerdos! Su misión actual es la de fortificar las instituciones que combatieron en otro tiempo: a esto llaman ellos consolidar las conquistas de la libertad, acomodándose perfectamente a todo lo que antes los indignaba. 

Ellos, que en otro tiempo trinaban contra la Iglesia, se complacen actualmente con el Concordato, y llenos de respeto por el señor obispo de la Diócesis, le colman de halagos y presentes. Los que hablaron con facundia de la fraternidad universal se sienten ultrajados en nuestros días cuando oyen pronunciar las mismas palabras que ellos emplearon en otro tiempo; los que combatieron con entusiasmo el impuesto de sangre son los mismos que recientemente han convertido en soldados a los niños y los ancianos. Insultar al ejército, es decir, denunciar las torpezas y los crímenes del autoritarismo sin límites y combatir la obediencia pasiva que a los hombres impone, es para ellos el mayor de los crímenes. Faltar el respeto al inmundo cobrador del impuesto sobre las prostitutas, al abyecto polizonte o a cualquier otro tipo de los que representan autoridad, es ultrajar a la justicia y a la moral. 

No hay ninguna institución, por antipática que sea, que no pretendan consolidar; gracias a ellos, la Academia, tan infamada en otro tiempo, ha ganado cierta popularidad: bajo la cúpula del Instituto se pavonean cuando uno de ellos, por adulador y soplón, adquiere el alto honor de que en su traje de corte irreprochable crezcan las palmas verdes, nutridas con la savia de la nulidad y la bajeza. La cruz de la Legión de Honor era objeto de risa para ellos; hoy las han inventado de nuevos colores: amarillas, verdes, azules. Lo que llaman República es un Estado que abre sus puertas al traidor rebaño de los que aborrecen hasta su nombre: a los heraldos del derecho divino, a los cantores de Silabus.

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