El Estado en la Historia. Gastón Leval (El impuesto de la sal)



El Estado en la historia es un libro de Gastón Leval, publicado póstumamente en 1978, con la colaboración de Juan Gómez Casas y Florentino Iglesias. Es un análisis sociopolítico e histórico-político del papel que ha jugado el Estado en la sociedad desde su existencia y desde una perspectiva anarquista. Ofrece una importante cantidad de datos histórico-estadísticos referenciados que dimensionan sus tesis. Allí expone cómo el «interés general» bajo el que se justifica el Estado no es más que el interés de la casta del poder y que ésta tiene una dinámica propia. Explica cómo son las clases políticas las fuentes máximas de la opresión, mientras las clases económicas son circunstanciales o resultados de la primera.

Gastón Leval
En este pequeño ensayo de Leval, nos habla del origen de la autoridad (como voluntad de poder, o sinónimo de ella), «del Estado como instrumento de creación de privilegios y clases», temas todos ellos de profundo interés para el anarquismo. Podríamos calificar este ensayo como interpretación histórico-libertaria del fenómeno del Estado. Su contenido nos llega indirectamente, pues, los materiales que han servido para su elaboración estaban destinados para una «interpretación libertaria de la Historia» que Leval se había propuesto escribir. Esta interpretación libertaria de la historia, que las circunstancias de su vida le impidieron realizar, Leval la entendía como una filosofía sociológica, basada en los aspectos positivos de la vida y obra de la humanidad; es decir, de la civilización globalmente interpretada en su unidad. Esta interpretación, debería, según él, hacer contrapeso al propio materialismo histórico de Marx. Al final de este libro, Leval vuelve ligeramente sobre el tema, razonando las bases de las cuales pensaba partir, diciendo: «Kropotkin ha puesto de manifiesto que el apoyo mutuo es el factor predominante que ha abierto perspectivas nuevas a la humanidad y le ha permitido no sólo superar las dificultades que se le han opuesto, sino de continuar su marcha ascendente en general y gracias al cual no importa su grado de desarrollo, los hombres han vivido agrupados».

Evidentemente, no podemos olvidar la infinidad de formas y matices de que se ha investido el Estado. Todos, sin embargo, han tenido rasgos que les son comunes, todos, se atrincheran celosamente detrás de sus fronteras sagradas, con sus respectivos ejércitos y policías para hacer reinar el «orden».

Para nosotros libertarios el problema no reside en negar ciertas realidades, sino que vemos con inquietud su permanente crecimiento. El Estado, no es sólo la amenaza de represión o de arbitrariedad con su cuerpo burocrático. Implica un cierto estado de conformismo en su pretensión de controlar al hombre en todas sus dimensiones, tanto individuales como colectivas. Cada día pedimos más al Estado, convirtiéndolo en la vaca lechera de nuestra vida cotidiana.

Sin embargo, en aquellos países donde los socialistas han estado durante bastante tiempo en el poder como es Suecia, Inglaterra, Dinamarca, Austria y Australia, o en los países llamados socialistas del Este ¿qué han realizado? Si se trata de los primeros, no negaremos ciertos progresos sociales, como puede ser el reparto del impuesto, el paro, los seguros sociales, la enseñanza gratuita etc. Pero ello no ha terminado con el régimen de explotación ni podemos decir que hayan realizado el socialismo. En cuanto a los países del Este, todos conocemos su bajo nivel de vida, su burocracia que asfixia la sociedad y paraliza cualquier iniciativa, sus campos de concentración, todo en detrimento de la libertad. Es un tipo de capitalismo de Estado, pero no de socialismo.

Aquí también el Estado confirma su génesis como institución que tiene su propia vida, su razón de ser, sus justificaciones, sus fines políticos, y económicos. La desaparición de la «plusvalía» capitalista no implica la desaparición de los privilegios, de la burocracia, los dirigentes, los militares. Los miembros del partido en el poder han creado en Rusia un sistema de explotación indirecta, y de opresión política, tan perfeccionada que ni siquiera el régimen de Franco o el de los Zares le han podido igualar.

Todo Estado como lo demuestra el trabajo de Leval, tiene vocación totalitaria, porque trata de acaparar la vida política, imponiéndose a todos los individuos o colectividades en nombre del no menos «pretendido» interés general, que no es otra cosa que el interés de la casta en el poder. Es la expresión de famosa soberanía, aplicable también en sus relaciones con los otros Estados. No reconociendo otros límites que la impuesta por sus adversarios. En la historia de Europa abundan los ejemplos. Esta soberanía es la máscara jurídica de la fuerza y de la violencia que ejerce el Estado.

La reciente descolonización de África y la formación de los nuevos Estados, es particularmente instructiva al respecto. El Estado tiene como principio la dominación, como medio la violencia, así lo demuestra Leval; la violencia está en el origen de su formación «aunque también esté el hecho psicológico, religioso, guerrero, el espíritu de dominación, la voluntad de poder siempre latente en muchos hombres».

¿Qué prerrogativas tiene un parlamento? ¿Qué medios de control puede utilizar el pueblo? ¿Cómo se puede revocar a un diputado en caso de estar en desacuerdo sus electores? La soberanía democrática se traduce en la soberanía de Parlamento. Inspirado en la llamada Voluntad General, teóricamente este determina la política general del Estado, confiada al gobierno de la «mayoría». Todos sabemos lo desfasado que está este esquema en las democracias actuales.

Es evidente que el ciudadano frente al poder no tiene ninguna posibilidad de participación y es totalmente impotente frente a él. Reducir esta participación al voto cada cinco o siete años según los países, no deja de ser una grotesca máscara.

«Sólo buscando más allá del estatismo —nos dice Leval— podremos realizar el socialismo. No es volviéndose a su vez patrón que el Estado realizará el socialismo (…) El problema consiste en saber, que si en el momento que utilizamos el Estado como instrumento de combate y la conquista del mismo como una táctica, éste termina por absorber las fuerzas vivas para volverse preponderante sobre todas las otras no terminaremos atribuyendo fatalmente al Estado un creciente papel que le empuja a ponerse en primer plano de la sociedad, subordinando todo el resto a sus actividades»

FLORENTINO IGLESIAS

Madrid, 15 de mayo 1978


El impuesto sobre la sal

En diferentes ocasiones hemos mencionado el alfolí, el cual en su origen designaba el conjunto de los impuestos aplicados particularmente a los productos alimenticios y que, según parece, sería de origen árabe o judío, lo que probaría su carácter universal. Pero en tiempos de Luis XIV se designaba exclusivamente con ese nombre el impuesto sobre la sal. Este impuesto, junto al que gravaba a los campesinos, fue el que dio lugar a los abusos más escandalosos. El impuesto sobre la sal llegaría a ser la fuente más importante de recursos oficiales y, según una declaración que se remonta a 1660, era entonces «uno de los impuestos que sostenían al Estado». En 1705, de un total de 47 000 libras obtenidas, el citado impuesto aportó la mitad. Nueve años después alcanzaría la suma de 43 000 000 de libras…

En virtud de su derecho «eminente», que le permitía todas las apropiaciones, el rey era también propietario del alfolí, o impuesto sobre la sal. Todos los recursos revertían en él y no hay duda que con los recursos obtenidos de este modo se construyeron el pequeño Trianon y la Galería de los espejos.

El impuesto sobre la sal era sin duda el más extendido, pues la sal era indispensable para la alimentación de las personas y de los animales. Tal exacción la hallamos ya en la Roma antigua, en las ciudades de la Galia, en China, durante el período que va desde 200 a 220 años antes de la era cristiana, dando lugar a las explotaciones más inicuas. En Francia, en tiempos de Enrique IV, el «minot» de sal (un minot = a 39 libras, medida de peso), costaba 8 libras monetarias y se dice que Sully no creía que se pudiera sobrepasar esa cifra «sin arruinar a los súbditos del rey». Sin embargo, en lo relativo al Estado nada es imposible: antes de 1789, 110 libras de sal cuestan 1713 libras monetarias. Naturalmente, estaba prohibido comprar sal de contrabando. Quien era cogido en esta actividad tenía que pagar una multa de 300 libras y sufría la confiscación de los productos salados.

Pero las prohibiciones no paraban aquí. Estaba prohibido emplear en la comida la sal que había servido para la conserva del pescado, y también lo estaba el hacer beber a los animales, no importa cuales, el agua del mar. Los castigos superaban todo lo imaginable. Por el contrabando simple las galeras, por el contrabando armado, la muerte. Las exigencias del fisco tomaban los giros más inesperados. Los comisionistas, los tratantes, los agentes de las grandes granjas a los que el rey confiaba a cambio de una espléndida retribución la percepción del derecho sobre la sal se instalaba a vivir en casa del ciudadano que no había pagado la sal, rezongando, registrando los muebles, levantando la tapa de la cacerola en la que se cocían los alimentos. Las granjas hacían pagar por la sal hasta nueve veces su valor. «El precio de la sal limita tanto su uso, escribirá entonces Vauban, que causa una especie de hambre en el reino, muy sensible sobre todo en el pueblo bajo que no puede hacer ninguna de las acostumbradas salazones por falta de sal. Cada familia puede criar un cerdo, lo que no hace porque no tienen con qué salarlo. Ni siquiera salan la comida más que a medias y a veces nada en absoluto». Ya se ve los resultados de esas extorsiones.

Se iba más allá de todo lo imaginable. Para asegurarse de que, a pesar de las precauciones tomadas, no consiguieran los campesinos dar sal a los animales que estaban autorizados a criar, ciertos expertos «probaban» la piel de los bueyes, de los borregos, cerdos, llegando a morder al animal vivo. Y las pobres gentes tenían que soportar esos controles, bajo pena de castigos o condenas.

En todas las localidades se hallaba uno o varios «graneros de sal» con un encargado al frente. Esos graneros estaban instalados en lugares escogidos, en las plantas bajas, «o todo lo más a dos pies por debajo del suelo». La sal no podía venderse sino después de una permanencia de dos años, por lo menos, en un almacén. Sólo se entregaba a quienes lo revendían, previa autorización, otorgada en debida forma. El comprador recibía un certificado que estipulaba su nombre y domicilio, a fines de justificación en caso de investigaciones.

Los habitantes cuyo domicilio daban sobre jardines en los límites de París y de la zona rural (lo que podía permitir la introducción clandestina de mercancías) lo mismo que los comerciantes en vino, debían cerrar una de las dos salidas. El fisco velaba por todos los detalles.

La ordenanza del impuesto sobre la sal autorizaba investigaciones en todo momento. Examinemos el siguiente texto: «Podrán los oficiales de nuestros graneros de sal y de los depósitos, o uno de ellos, incluso aunque no sea requerido por nuestros procuradores o por el enviado del adjudicatorio, trasladarse cuando le venga bien a las casas de los eclesiásticos, nobles, burgueses y otras gentes de su lugar, y recabar la ayuda de tantas personas como juzguen necesaria para las investigaciones y visitas, para las que suscitarán proceso verbal».

Una vez más constatamos que cuando se trata del rey, o del Estado, o de los intereses del Estado, no hay cuestión de clases. Todas ellas deben inclinarse, pagar y someterse. Las medidas vejatorias y opresivas son generales. Las exenciones que se constatan en otros casos son excepcionales.

Los agentes del impuesto operaban como en país enemigo. No se limitaban sólo a investigar y buscar hasta en los más apartados rincones, imponiendo su presencia y haciéndose alimentar gratuitamente. En la frontera Norte de Francia los graneros de sal se construyeron junto al límite de Authie y estaban custodiados por hombres dependientes del impuesto sobre la sal. En Languedoc, esos guardas adiestraban perros para la caza de contrabandistas. Cronistas de la época señalan que en los hospitales eran hallados desgraciados cubiertos de mordeduras donde la gangrena hacía estragos.

Todos los graneros de sal tenían, a título precautorio, tres llaves: una para el guarda del granero, otro para el controlador y la tercera para el comisionista. Las ventas eran siempre controladas y en cada una de ellas se aplicaba siempre el llamado «derecho del rey».

Las rebeliones contra el impuesto de que nos ocupamos eran tanto más frecuentes cuanto que la sal era necesaria para la vida de los hombres y de los animales porque al estar estos últimos faltos de sal su carne resultaba blanda y carecía de la consistencia que tienen ordinariamente los músculos no privados de ese elemento. Pero esto era indiferente al fisco y al rey, quien debido a ser la encarnación del Estado, creía que todo le estaba permitido. He aquí un hecho que nos enseña hasta qué punto el dominador henchido de orgullo llevaba sus demostraciones de prepotencia:

«En 1662 Luis XIV provocó conscientemente una rebelión al introducir el impuesto sobre la sal en el Boulonnais, simplemente porque, afirmó, “quería hacer saber que tenía el derecho de hacerlo”. Esto causó la rebelión de 6000 personas, las cuales sin duda tuvieron al frente, como solió ocurrir con mucha frecuencia en las insurrecciones campesinas de este período, al clero bajo. Para sofocar esta rebelión se movilizaron 38 compañías de soldados; 504 “rebeldes” perecieron en el primer encuentro. Hubo 3000 detenciones, 1200 juicios, varias condenas al potro y a la rueda…». Pero cabe preguntar, e insistimos: ¿No eran los bandidos que infestaban los caminos de Francia mil veces menos culpables que el rey sol?


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