El Estado Terrorista Argentino. Eduardo Luis Duhalde [epub]




El modelo desintegrador

El modelo desintegrador aplicado tiene fines muy precisos: hacer de un hombre libre, un hombre sometido; de un ser sano, un ser enfermo; de un militante político, una persona desquiciada. A ello tiende su aislamiento sensorial, su descondicionamiento y reacondicionamiento permanente, el estimular las regresiones infantiles, el provocar estados catatónicos, las profundas angustias y padecimientos, etc. Nada queda fuera de esta planificación que tiene como elemento conductor la relación amo-esclavo y como hábitat el campo de concentración, con la particular percepción fenomenológica del tiempo que este transmite: el presente continuo, el pasado negado y el futuro imposible.

La más degenerada chusma nacida en Argentina

La fría racionalidad —valga el término— científica con que se encaró en los campos la destrucción de los instintos vitales de los prisioneros, la forma en que se alentó la ruptura de las barreras de la autodefensa psíquica, remite a un modelo acabado y experimentado, puesto que la diagramación de la vida en los distintos campos, su funcionalidad y técnicas aplicables, no fue empírica, igualitaria e independientemente establecida en cada uno de ellos por los oficiales cuarteleros encargados de la tortura, la interrogación y el asesinato. Apoyando esta tarea de la ciencia degradada al servicio de la destrucción humana, los liberados denotaron en los campos la presencia de civiles adscriptos (o militares del escalafón profesional) con una clara formación científica —psicólogos, sociólogos— en funciones de interrogación e inteligencia, además, por supuesto, de los médicos que realizaban abiertamente sus tareas en los campos secundando la acción de los torturadores.

En la medida en que estos campos militares de concentración y exterminio respondieron todos a un plan represivo general, a la mencionada “Orden de Batalla del 24 de marzo de 1976”, firmada por los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, también el asesoramiento y diagramación de su funcionamiento y técnicas aplicables fue decidido en las cumbres del poder dictatorial. Ello explica la idéntica similitud de los campos de las tres armas, incluso con relación a la conducta de los represores.

¿Cuál es, en el aspecto de la destrucción psicofísica de los prisioneros, la doctrina de la Junta Militar?

Como es público y lo hemos detallado en este trabajo, la tortura de prisioneros políticos es enseñada a los oficiales latinoamericanos en las escuelas de contrainsurgencia del Ejército de los Estados Unidos de América. En ellas —especialmente en la Escuela de las Américas, en Panamá—, las técnicas de tortura psicofísica para la obtención y elaboración de informaciones, y para el control y manipulación del comportamiento de los prisioneros y de la población, son transmitidas acabadamente a los oficiales latinoamericanos.

Ese gran campo de experimentación del horror que fue el de Vietnam, permitió la implementación de completas técnicas de tortura psicológica y de destrucción de la personalidad de los prisioneros, junto a los tradicionales métodos de tortura física. Muy lejos están las experiencias de Dachau, Buchenwald, Auschwitz y también las de Argelia: lo que estas aportaron a la manipulación psicológica de los prisioneros, hoy aparece como meramente artesanal.

Para estas técnicas modernas de destrucción, el Ejército yanqui ha contado con el indispensable auxilio de las experimentaciones médicas y psicológicas de los últimos treinta años. Nada ha sido desdeñado para la tecnificación de la tortura. El eje conductor está dado por el método de depravación sensorial (sensory deprivation) sobre la base de la eliminación y selección de los estímulos externos. La aversión therapy, utilizada por ciertas corrientes psiquiátricas en el tratamiento de procesos esquizofrénicos agudos —mediante el descondicionamiento y reacondicionamiento del paciente—, también ha pasado a ser patrimonio común de las modernas técnicas de tortura.

Incluso la psicología moderna ha aportado sus experiencias condicionantes para convertir a “un buen ciudadano común” en un experto torturador, sin necesidad de apelar a sádicos, locos y criminales natos. Vietnam también demostró la eficiencia de este aporte. Los estudios como los realizados en la Universidad de Yale por Stanley Milgram sobre sumisión y obediencia a la autoridad, son altamente demostrativos de este tipo de contribuciones.

Por su parte, también la psicología conductista ha aportado sus conclusiones, para confirmar que el terror es una forma de control social a través del miedo, puesto que el temor suficientemente exacerbado puede determinar la conducta de las personas, apelando a sus sentimientos primarios. En estos principios se basa la teoría que denomina “blanco colectivo” al conglomerado social al que no se pretende destruir, sino intimidar con el terror.

Este y no otro es el modelo utilizado en los campos militares de concentración de la Argentina. Modelo rigurosamente aplicado. Incluso, nos atrevemos a sostener como fundada hipótesis que la existencia de sobrevivientes-liberados (más allá de cada anécdota contingente o infamante que hizo que este o aquel prisionero fueran elegidos), no siempre se trata de una “desprolijidad” o “benevolencia” del terrorismo de estado argentino. Hay un cierto número de casos que bien pueden tener origen en la propia necesidad estratégica de corroborar los resultados del método aplicado, mediante la verificación de la conducta posterior de estas personas, pertenecientes a una sociedad occidental desarrollada, con determinados orígenes de clase, formación intelectual y política, edad, etc., muy diferentes —incluso en su estructura psicológica— a los vietnamitas, aunque ello haya traído, como contrapartida, el riesgo de que un porcentaje de los liberados efectuara testimonios de denuncia. Sin duda, si ello fue así, la dictadura no valoró el aporte fundamental de esos valiosos testimonios al conocimiento y condena de esta monstruosa práctica.


El crimen mayor: los niños desaparecidos

El drama de los niños-desaparecidos en la Argentina ha sido, y es, un durísimo golpe a la conciencia ética de los pueblos civilizados, y ha tenido una gran repercusión en la prensa internacional. Dice un corresponsal de un diario español, desde Buenos Aires:

“Así nacieron niños en prisión y sus madres —avisadas con meses de antelación de cuál iba a ser su suerte— fusiladas tras el parto (“los fetos no son subversivos”, les decían). Hijos pequeños de matrimonios desaparecidos fueron vendidos a familias estériles estadounidenses, entregados a personas “de orden” bajo una nueva identidad. Parece un ensueño de la razón, pero no pasa un mes sin que los diarios den cuenta de que las Madres o las Abuelas de la Plaza de Mayo, en sus pesquisas, han dado con el paradero de un niño secuestrado, y lo restituyeron a sus familiares más cercanos”.

Quienes han tomado la fría decisión de matar a todos los argentinos que haga falta, como dijo Videla meses antes del golpe, y en la ejecución de dichos planes se han cobrado la vida de miles de personas, demuestran un total desprecio por la vida humana. En los campos de concentración de la dictadura, los prisioneros pierden su identidad para ser un número. Así, para el Estado Terrorista, los seres vivos se identifican con las cosas, y estas se distinguen por su valor económico. La política del botín de guerra, como en la antigua esclavitud, también alcanza a las personas. Y a aquellas personas que precisamente, por su indefensión, no pueden oponerse a ser convertidas en objeto de un cruel comercio: los niños. Vendidos o regalados, igual que el mobiliario que adornaba la casa paterna; premio que se ha adjudicado el torturador que lo vio primero, tal vez, permutable con el televisor en colores arrebatado por otro militar o forma de congraciarse con aquel coronel que le encargó un niño “para que le haga los mandados”. Nuestras Fuerzas Armadas —¿nuestras?— retomaban así una tradición que parecía perdida: la del siglo pasado, en la llamada “Conquista del Desierto”, cuando mensuraban miles de hectáreas para acrecentar las posesiones de la oligarquía terrateniente y robaban sus hijos a los pacíficos indígenas para que sirvieran en sus casas.

Los chicos como botín de guerra. Señalemos dos casos ejemplificativos. En el primero se llevan al niño sin ningún adulto. En el segundo reaparece la madre, pero no el niño:

“El 24 de noviembre de 1976, a las 13 : 15 hs. fue totalmente rodeado el domicilio donde Clara Analía Mariani, de tres meses, vivía con sus padres, en la ciudad de La Plata. La niña se encontraba con ellos en momentos en que se produjo un prolongado tiroteo que culminó con la muerte de los siete adultos que se encontraban en la finca, según consta en el comunicado dado a conocer por el Regimiento 7 de Infantería, que intervino en el procedimiento. Las autoridades negaron que los efectivos hubieran llevado consigo a la niña y, pese a las evidencias y a las numerosas gestiones realizadas, se niegan a entregarla a sus familiares aduciendo que “desconocen su paradero”.

El 13 de julio de 1976 es detenida en su domicilio de Núñez la ciudadana uruguaya Sara Méndez, por un grupo fuertemente armado que, después de encapucharla, la conduce a un “chupadero” ubicado en el oeste de la Capital Federal, donde se encuentran cerca de 50 detenidos-desaparecidos, muchos de ellos de igual nacionalidad que la víctima. Su hijito le había sido arrebatado durante el trayecto. Por espacio de dos semanas es torturada e interrogada por oficiales de inteligencia argentina, quienes le proponen devolverle el pequeño Simón si ella les proporciona determinadas informaciones. En esos interrogatorios están presentes, también, los oficiales uruguayos de la OCOA (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas, dependiente de las Fuerzas Armadas uruguayas), mayor Gavazzo y mayor Cordero. Hacia fines de julio es transferida ilegalmente al Uruguay junto con otros compatriotas y, finalmente, alojada en la cárcel de Punta Carretas. El pequeño Simón Antonio Riquelo, nacido en Buenos Aires el 22 de junio de 1976, nunca apareció”.

Con relación a los niños mayores, con capacidad de discernir, el objetivo no es otro que interrogarlos mediante torturas para que aportaran información familiar. Y no vacilaron en asesinarlos, como surge de este informe:

“El caso de Floreal Avellaneda, de 15 años, y su madre, Iris Pereyra de Avellaneda, es aún más trágico, ya que ambos fueron torturados a lo largo de varios días en una dependencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, donde fueron conducidos después de su detención el 15 de abril de 1976. A fines de ese mes, la señora Avellaneda fue transferida al penal de Olmos, a disposición del Poder Ejecutivo y perdió todo contacto con su hijo. El 16 de mayo de 1976 aparece en la costa uruguaya del Río de la Plata un grupo de cadáveres maniatados y mudados. Uno de ellos fue identificado como perteneciente a Floreal”.


Los adolescentes desaparecidos

Los padres de los adolescentes desaparecidos afirman en su presentación ante la Junta Militar:

“Cada uno de nuestros hogares se siente mudado. Hay una o más ausencias que nadie ni nada podrá jamás reemplazar. Vacíos que dejan estos chicos que estudiaban o trabajaban —o ambas cosas— sin ocultar su identidad ni sus movimientos. Siempre tenemos dolorosamente presentes sus rostros asustados. Fueron, en muchos casos, arrancados de sus lechos, a altas horas de la madrugada, ante el estupor de sus padres reducidos a la impotencia de no poder defender la seguridad de su hogar. ¿Qué pasó con ellos?”

En dicha presentación, se acompaña una nómina de jóvenes, sus datos y la circunstancia de su secuestro. Surge de la documentación acompañada sobre 130 adolescentes que tenían entre 15 y 18 años de edad, que el 75% fue detenido entre mayo de 1976 y julio de 1977. Del total, a 92 se los detuvo en el domicilio de sus padres y en presencia de estos; a 6 en la escuela o lugares de trabajo; 16 fueron secuestrados en la vía pública ante testigos; 4 desaparecieron encontrándose en dependencias militares y los 12 restantes fueron secuestrados poco después de que salieran de sus hogares, ignorándose las circunstancias del caso.

Prácticamente la totalidad de estos adolescentes vivía con su familia. Cursaban estudios en colegios secundarios o acababan de ingresar en la universidad; trabajaban o cumplían su servicio militar obligatorio. Todos, sin excepción, estaban provistos de documentos de identidad. No se ocultaban, circulaban normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito familiar, laboral o en los establecimientos educacionales a los que concurrían. ¿Qué peligro podían significar para el Estado Terrorista estos jovencitos, casi niños, que comenzaban a despertar a la vida?

Se transcriben a continuación algunos casos ejemplificativos:

“El 16 de septiembre de 1976 a las 5 hs. un grupo de hombres armados, cubierta la cabeza con un gorro de lana de un club de fútbol de La Plata, allanó el domicilio de la familia Ungaro. El jefe del operativo aseguró al hijo menor, Horacio Ángel, de 17 años, que no tenían nada contra él ya que se habían informado de sus antecedentes incluso en la Escuela Normal N° 3 de La Plata, a la que asistía el menor. Este había sido designado, por sus compañeros, delegado del curso para pedir la instauración del boleto escolar. Procedieron a interrogarlo, exigiéndole que diera nombres de compañeros que “actúan en la subversión, cosa que debía conocer por ser alumno de quinto año”. Ante las preguntas de la madre le respondieron que “ya cantaría” y que en media hora lo devolverían.

“El 19 de septiembre de 1977 un grupo de hombres fuertemente armados, rodeó la casa de la familia Fernández antes de allanarla. Ordenaron a los ocupantes identificarse, y cuando lo hizo Juan Alejandro, de 17 años, le indicaron que se vistiera para llevárselo. Su padre solicitó que le permitieran acompañarlos, pero mientras se vestía, los efectivos se retiraron. Volvieron a los quince minutos y procedieron a detener a otro hermano, Jorge Luis, de 16 años. No quisieron que el padre los acompañara asegurando que devolverían a ambos menores, media hora después. Juan Alejandro había pertenecido a la Unión de Estudiantes Secundarios cuando cursaba primer año y tenía trece años de edad. Los dos hermanos eran alumnos del Colegio San Francisco Solano de Ituzaingó, provincia de Buenos Aires. En una entrevista que les fue concedida a los padres por un coronel del Ejército, en la puerta 4 de Campo de Mayo, este reconoció que se llevaban a los jóvenes que habían estudiado en “colegios subversivos para cambiarles las ideas”.


El Centro de Estudio Legales y Sociales de Buenos Aires, observa al respecto:

“Del análisis de esto y otros casos comparables, surge claramente que el secuestro de adolescentes responde a un plan sistemático que incluye el estudio de los establecimientos secundarios como tales, y no solo de aquellos que ocupan un lugar importante por el número de futuros universitarios que alberguen, o por la agitación registrada durante el período 1973-1974. Más allá de eliminar a estudiantes real o potencialmente enrolados en corrientes políticas, se busca destruir, bajo un mando de terror, toda posibilidad de subsistencia de actividades extraescolares, ya sean estas ideológicas, gremiales, recreativas o artísticas, con el fin de reducir al educando a pasivo receptáculo de consignas culturales o doctrinarias.”

Los regímenes fundados en la doctrina de la: “Seguridad Nacional” saben del peligro que comporta, para el futuro de las dictaduras militares, una educación donde cada joven es protagonista de su desarrollo como persona.


EDUARDO LUIS DUHALDE (n. el 5 de octubre de 1939, f. 3 de abril de 2012). Ha sido una figura decisiva en la Argentina de la segunda mitad del siglo XX. Abogado de formación, entre 1962 y 1974 unió su actividad a la de Rodolfo Ortega Peña, en una sociedad de productividad notable, de la que surgió la escritura de doce libros e innumerabes artículos, proyectos de ley y una intensa labor política, sindicial y jurídica. A partir de 1976 debió padecer el exilio. Esto no detuvo su lucha: integró la CADHU (Comisión Argentina por los Derechos Humanos y fue uno de los principales organizadores de la denuncia internacional contra el terrorismo de Estado. En 1983 regresó al país y desarrolló una importante tarea editorial, periodística y jurídica; El Estado Terrorista Argentino es una muestra de su afán por reconstruir la memoria y la verdad. Veinte años después, su designación como Secretario de Derechos Humanos de la Nación coronó una trayectoria que lo consagra como referente en la materia.



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