“En el café” de Errico Malatesta [PDF]


Próspero. (Gordo burgués entendido en economía política y otras ciencias) – Sí, sí... lo sabemos. Hay gentes que sufren hambre, mujeres que se prostituyen, niños que mueren por falta de cuidados. Dices siempre lo mismo... ¡al fin te vuelves aburridor! Déjanos sorber en paz nuestros helados... Sí, hay males en la sociedad: hambre, ignorancia, guerra, delito, peste, el diablo que te lleve... y ¿en último resultado? ¿Qué te importa a ti?

Miguel. (Estudiante que tiene relaciones con socialistas y anarquistas) – ¡Cómo! ¿Y en último resultado? ¿Que qué es lo que me importa? Usted tiene una casa cómoda, una mesa rica, criados a sus órdenes. Usted mantiene los hijos en el colegio, envía la mujer a los baños; para usted todo va bien. Y porque usted está bien, que se hunda el mundo, nada le importa. Pero, si tuviese un poco de corazón, sí...

Próspero. – Basta, basta... no nos sermonees ahora. Y además, jovencito, termina con ese tono. Tú me crees insensible, indiferente a los males ajenos. Al contrario, mi corazón sangra: pero con el corazón no se resuelven los grandes problemas sociales. Las leyes de la naturaleza son inmutables, y no es con declamaciones ni con un afeminado sentimentalismo como pueden ser modificadas. El sabio se doblega ante los hechos y goza de la vida lo mejor que puede sin correr tras sueños insensatos.

Miguel. – Ah, ¿se trata de leyes naturales?... ¿Y si a los pobres se les metiera en la cabeza corregir esas famosas leyes de la naturaleza? Conozco gentes que pronuncian discursos verdaderamente poco tranquilizadores para esas señoras leyes. 

Próspero. – Sí, sí, sabemos con quién andas. Di de parte mía a esa canalla de socialistas y anarquistas, de quienes haces tu compañía predilecta, que para ellos y para los que incurran en la tentación de poner en práctica sus teorías malvadas, tenemos buenos soldados y óptimos carabineros.

Miguel. – Oh, si pone en medio los soldados y los carabineros, no hablo más. Es como si para demostrarme que estoy en un error me propusiera una partida de pugilato. Pero si no tiene mas argumentos que la fuerza bruta, no se fíe de ella. Mañana podrán encontrarse ustedes los más débiles; ¿y entonces?

Próspero. – ¿Entonces? Entonces, si sucediera eso desgraciadamente, habría un gran desorden, una explosión de malas pasiones, estragos, saqueos... y luego se volvería a la vieja situación. Tal vez algún pobre se habría vuelto rico, pero en suma no se habría cambiado nada, porque el mundo no se puede cambiar. Tráeme, tráeme alguno de tus agitadores anarquistas y verás cómo te lo arreglo. Valen para llenaros la cabeza de patrañas a vosotros que la tenéis vacía; pero ya verás si pueden sostener.

Miguel. – Muy bien, traeré algún amigo mío que profesa los principios socialistas y anarquistas y asistiré con placer y provecho a la discusión. Pero, entretanto, razone un poco conmigo, que no tengo aun opiniones bien formadas, pero veo, sin embargo, claramente que la sociedad tal como está organizada, es algo contrario al buen sentido y al corazón humano. Vamos, usted está tan gordo y florido que un poco de excitación no le hará mal. Le ayudará a su digestión.

Próspero. – Pues bien, sea, razonemos. Pero ¡cuánto mejor sería que pensaras en estudiar en lugar de lanzar juicios sobre cosas que preocupan a los hombres más doctos y más sabios! ¿Sabes que tengo veinte años más que tú?

Miguel. – Eso no demuestra que usted haya estudiado más; y si debo juzgarlo por lo que le oigo decir de ordinario, dudo que si estudió mucho lo haya hecho con provecho.

Próspero. – Jovencito, jovencito, un poco más de respeto, ¡eh!

Miguel. – Sí, le respeto. Pero no me eche en cara la edad como hace poco me oponía los carabineros. Las razones no son ni viejas ni jóvenes; son buenas o malas, he ahí todo.

Próspero. – Bien, bien, adelante. ¿Qué tienes que decir?

Miguel. – Tengo que decir que no comprendo por qué los campesinos que aran, siembran y cosechan no tienen ni pan, ni vino, ni carne en suficiencia; por qué los albañiles que hacen las casas no tienen un techo bajo el cual reposar, por qué los zapateros tienen los zapatos rotos; por qué, en suma, los que trabajan, los que producen todo carecen de lo necesario, mientras los que no hacen nada útil nadan en lo superfluo. No puedo comprender por qué hay gente que carece de pan, cuando hay tierras incultas y tantas gentes que serían felices si pudieran cultivarlas; por qué hay tantos albañiles desocupados cuando tantas personas tienen necesidad de casas; por qué no tienen trabajo tantos zapateros, sastres, etc., mientras la mayoría de la población carece de zapatos, de vestidos y de todas las cosas necesarias a la vida civil ¿Podrá decirme cuál es la ley natural que explica y justifica estos absurdos?

Próspero. – Nada más simple y claro. Para producir no bastan los brazos, sino que se necesita tierra, materiales, instrumentos, locales, máquinas y se necesitan también los medios para vivir en espera de que se haga el producto y se pueda llevarlo al mercado; se necesita, en suma, capital. Tus campesinos, tus obreros no tienen más que brazos; por consiguiente no pueden trabajar si no le agrada a quien posee la tierra y el capital. Y como nosotros somos poco numerosos y tenemos suficiente aun dejando por un tiempo inculta la tierra e inactivos los capitales, mientras los obreros son muchos y están apremiados siempre por la necesidad inmediata, ocurre que éstos deben trabajar cuándo y cómo nos plazca a nosotros y en las condiciones que queramos. Y cuando no tenemos necesidad de su trabajo y calculamos que no ganamos nada haciéndoles trabajar, son obligados a permanecer inactivos aun cuando tengan la mayor necesidad de las cosas que podrían producir.

¿Estás contento ahora? ¿Quieres que te hable más claramente aún?

Miguel. – Sí, eso es lo que se llama hablar claro, no hay nada que decir. Pero, ¿con qué derecho pertenece la tierra a algunos? ¿Cómo es que el capital se encuentra en pocas manos, y precisamente en manos de los que no trabajan?

Próspero. – Sí, sí, sé todo lo que puedes decirme y sé también las razones más o menos deficientes que otros te opondrían: el derecho de propiedad se deriva de las mejoras hechas en la tierra, del ahorro mediante el cual el trabajador se convierte en capitalista, etc. Pero a mí me gusta ser franco. Las cosas, así como están, son el resultado de hechos históricos, el producto de toda la secular historia humana. Toda la vida de la humanidad ha sido y será siempre una continua lucha. Hay quienes salieron bien en ella y quienes salieron mal. ¿Qué puedo hacer? Tanto peor para unos y tanto mejor para los otros. ¡Ay de los vencidos! He ahí la gran ley de la naturaleza contra la
cual no hay rebeldía posible.

¿Qué querrías tú? ¿Que me despojase de lo que tengo para pudrirme luego en la miseria mientras otro gozaría de mi dinero?

Miguel. – No quiero precisamente eso. Pero pienso: ¿si los trabajadores, aprovechándose de que son muchos y apoyándose en su teoría de que la vida es lucha y de que el derecho se deriva de los hechos, se metiesen en la cabeza la idea de hacer un nuevo “hecho histórico”, el de quitarles a ustedes la tierra y el capital e inaugurar un derecho nuevo?

Próspero. – ¡Eh! Es verdad, eso podría embrollar un poco nuestros negocios. Pero... continuaremos otra vez. Ahora tengo que ir al teatro.

Buenas noches a todos. 

César. (Negociante). – Así, pues, ¿nos explicará esta noche cómo se hará para vivir sin gobierno? 

Jorge. (Anarquista). – Haré lo que pueda. Pero ante todo examinemos un poco cómo se está en la sociedad actual y si es verdaderamente necesario cambiar su constitución. Observando la sociedad en que vivimos, los primeros fenómenos que llaman la atención del observador son la miseria que aflige a las masas, la incertidumbre del mañana que pesa más o menos sobre todos, la lucha encarnizada que llevan a cabo todos contra todos por la conquista del pan.

Ambrosio. (Juez). – Señor mío, usted puede continuar un buen rato describiendo los males sociales; la materia no falta. Pero eso no sirve para nada y no demuestra que se estaría mejor poniendo las cosas al revés. No es sólo la miseria la que aflige a la humanidad; existen también pestes, terremotos, cólera... y sería curioso que usted quisiera hacer la revolución contra esos flagelos.

El mal está en la naturaleza de las cosas...

Jorge. – Pero quiero precisamente demostrarle que la miseria depende del modo actual de organización social y que en una sociedad más equitativa y más razonablemente organizada debe desaparecer. Cuando no se conocen las causas de un mal y no se sabe cómo remediarlo, paciencia; pero en cuanto se descubre el remedio está en el interés y el deber de todos el aplicarlo.

Ambrosio. – Ahí está su error; la miseria depende de causas superiores a la voluntad y a las leyes humanas. La miseria depende de la naturaleza avara que produce insuficientemente para los deseos de los hombres. Vea entre los animales, donde no hay que acusar al capital de infame ni al gobierno de tiránico; no hacen más que luchar por el alimento y a menudo mueren de hambre. Cuando no hay, no hay. La verdad es que somos demasiados en el mundo. Si la gente supiese contenerse y no hiciera hijos más que cuando pudiese mantenerlos... ¿Ha leído a Malthus?

Jorge. – Sí, un poco; pero si no lo hubiese leído sería lo mismo. Lo que yo sé, sin tener necesidad de leerlo en parte alguna, es que se necesita una buena cara dura, perdóneme, para sostener esas cosas. La miseria depende de la naturaleza avara, dice usted, y sin embargo, sabe que hay tantas tierras incultas.

Ambrosio. – Pero si hay tierras incultas, eso quiere decir que son incultivable, que no pueden producir bastante para pagar los gastos.

Jorge. – ¿Lo cree usted? Pruebe un poco y regáleselas a los campesinos y verá qué jardines harán de ellas. Por lo demás, ¿es que razona usted en serio? Muchas tierras han sido cultivadas en otros tiempos, cuando el arte agrícola estaba en la infancia y la química y la mecánica aplicada a la agricultura no existían apenas. ¿No sabe que hoy se pueden transformar en tierras fértiles incluso los pedregales? ¿No sabe que los agrónomos, aun los menos entusiastas, han calculado que un territorio como Italia, si fuera cultivado racionalmente, podría mantener en la abundancia una población de cien millones?

La verdadera razón por la cual las tierras fueron dejadas incultas y no se saca de las cultivadas más que una pequeña parte de lo que podrían dar si se adoptasen métodos de cultivo menos primitivos, está en que los propietarios no tienen interés en aumentar los productos. Estos no se preocupan del bienestar del pueblo: hacen producir para vender, saben que cuando tienen muchos artículos los precios bajan y el provecho disminuye y puede acabar siendo, al fin de cuentas, menor de lo que obtienen cuando los productos escasean y pueden ser vendidos al precio que les agrada. Esto no ocurre sólo en lo que se refiere a los productos agrícolas. En todas las ramas de la actividad humana pasa lo mismo. Por ejemplo: en todas las ciudades los pobres son constreñidos a vivir en tugurios infectos, amontonados sin preocupación alguna por la higiene y la moral, en condiciones en que es imposible mantenerse limpios y vivir una vida humana. ¿Por qué ocurre eso? ¿Tal vez porque faltan las casas? ¿Pero por qué no se construyen casas sanas, cómodas y hermosas en cantidad suficiente para todos?

Las piedras, la tierra para hacer ladrillos, la cal, el hierro, la madera, todos los materiales de construcción abundan; abundan los albañiles, los carpinteros, los arquitectos sin trabajo que no desean nada mejor que trabajar. ¿Por qué se deja, pues, inactiva tantas fuerzas que podrían ser empleadas con ventajas para todos? La razón es simple, y es que si hubiera muchas casas los alquileres disminuirían. Los propietarios de las casas hechas, que son los mismos que tendrían medios para hacer otras, no tienen ninguna voluntad de ver disminuir sus rentas por los bellos ojos de la pobre gente.

César. – Hay verdad en lo que usted dice; pero se engaña al explicar los hechos dolorosos que afligen a nuestro país. La causa de las tierras mal cultivadas o incultas, de la paralización de los negocios, de la miseria general, es que nuestra burguesía no es emprendedora. Los capitalistas son miedosos e ignorantes y no quieren o no saben desarrollar las industrias, los propietarios de tierras no saben hacer más que lo que hicieron sus abuelos y por otra parte no quieren molestias, los comerciantes no saben abrirse nuevos mercados y el gobierno con su fiscalismo y su estúpida política aduanera, en lugar de estimular las iniciativas privadas, las obstaculiza y las sofoca en la cuna. Vea en Francia, Inglaterra, Alemania.

Jorge. – Que nuestra burguesía sea negligente e ignorante, no lo pongo en duda, pero su inferioridad explica sólo por qué es derrotada por la burguesía de los otros países en la lucha por la conquista del mercado mundial: no explica de ningún modo el por qué de la miseria del pueblo. Y la prueba vidente es que la miseria, la falta de trabajo y todo el resto de los males sociales existen en los países donde la burguesía es más activa e inteligente que en Italia: incluso los males son generalmente más intensos en los países donde la industria está más desarrollada, salvo que los obreros hayan sabido conquistar mejores condiciones de vida con la organización, la resistencia o las sublevaciones. El capitalismo es el mismo en todas partes. Tiene necesidad, para vivir y prosperar, de una condición permanente de semi-carestía; tiene necesidad de ella para mantener los precios y para encontrar siempre hambrientos dispuestos a trabajar en cualquier condición. Usted ve, en efecto, que cuando en un país cualquiera es impulsada activamente la producción, no es para dar a los productores el medio de consumir más, sino siempre para vender en un mercado exterior. Si el consumo local aumenta es sólo cuando los obreros han sabido aprovechar las circunstancias para exigir un aumento de salario y han conquistado así la posibilidad de comprar más; pero luego, cuando por una razón o por otra el mercado exterior para el que se trabaja no compra más, viene la crisis, el trabajo se detiene, los salarios se reducen y la negra miseria vuelve a comenzar sus estragos. Y sin embargo en el país mismo la gran mayoría carece de todo ¡y sería tan razonable trabajar para el propio consumo! Pero entonces, ¿qué ganarían los capitalistas?

Ambrosio. – ¿Así, pues, usted cree que toda la culpa es del capitalismo?

Jorge. – Sí, o más generalmente, del hecho de que algunos individuos han acaparado la tierra y todos los instrumentos de producción y pueden imponer a los trabajadores su voluntad de tal manera que, en lugar de producir para satisfacer las necesidades de la población, y en vista de esas necesidades, se produce para el beneficio de los patrones. Todas las razones que podría imaginar para salvar los privilegios burgueses son otros tantos errores, u otras tantas mentiras. Hace poco decía usted que la causa de la miseria es la escasez de productos. En otro momento, puesto que ante el problema de los desocupados, habría dicho que los almacenes están repletos, que los artículos no se pueden vender y que los patrones no pueden hacer trabajar para arrojar luego los productos de trabajo.

Y en efecto, tal es el absurdo del sistema: se muere de hambre porque los almacenes están repletos y no hay necesidad de cultivar, o más bien los propietarios no tienen necesidad de hacer cultivar la tierra; los zapateros no trabajan y sin embargo van con los zapatos rotos porque hay demasiados zapatos... y así por el estilo.

Ambrosio. – ¿Por consiguiente son los capitalistas los que se deberían morir de hambre?

Jorge. – ¡Oh, no! De ningún modo. Deberían simplemente trabajar como los demás. Eso le parecerá un poco duro, pero no lo crea, cuando se come bien el trabajo no es el diablo. Le podría demostrar aún que es una necesidad y una alegría del organismo humano.

Pero, a propósito, mañana tengo que trabajar y ya es demasiado tarde. Hasta otra vez. 



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