La ira es energía. Memorias sin censura. John Lydon [epub]



Estas son las memorias de John Lydon, rey sin corona del punk británico y uno de los iconos más irreverentes en los anales del pop, en ellas nos habla de tú a tú y le da un «repaso» a su vida y a la de los que tuvieron a suerte -no- de coincidir con él. Sin censura, sin pelos en la lengua y a calzón quitado: así habla John Lydon y esta es la característica que mejor define a La ira es energía. A diferencia de lo que ocurriera con su autobiografía, en este caso Lydon reflexiona sobre lo que hizo, sobre las consecuencias que tuvo y, lo que es mejor, sobre la época que le toco vivir. Este punto de vista, más maduro y articulado, no ha perdido ni un ápice de frescura y descaro. Lydon no tiene reparos en decirnos lo que piensa sobre personajes como Vivienne Westwood o Malcolm McLaren, sobre Sid Vicious —un gran amigo perdido— o sobre temas como el punk, la música, la enseñanza, la creatividad o la moda. Lydon es energía en estado puro y reivindica a la ira como motor para construir y seguir adelante.


En Hackney todos tenían algún tipo de problema social: por eso estaban allí. No era un lugar violento. Uno podía imaginarse que allí sucederían todo tipo de fechorías. Pues no, la gente de ese colegio también quería prosperar, pero les era imposible debido a las restricciones del sistema de mierda. Como, al fin y al cabo, era un colegio, seguí llevando el uniforme del William of York porque no quería que se gastara la ropa que me gustaba. Aquello parecía un desfile de modelos. Desde luego Sidney sí desfilaba.

El tipo al que rebauticé Sid Vicious era un personaje increíblemente gracioso. Estábamos en pleno invierno, cuando hacía un frío brutal (el típico día de noviembre londinense, con un viento que te hiela los huesos) y el tío aparecía con una camisa de manga corta de estopilla, un tejido que estaba de moda en ese momento, sin abrigo y unos pantalones muy finos, sintiéndose probablemente muy a la moda pero congelándose vivo. No le importaba porque pensaba que se veía muy bien.

Lo había visto por el colegio y había pensado que era divertidísimo. Se pasaba el día peinándose e intentando parecerse a Bowie sin conseguirlo. Qué tío más extravagante. Muy gracioso, una excelente compañía, pero más tonto que Abundio y absolutamente convencido de ser un bellezón. Y lo decía. Me encantaba su extroversión. «Las chicas me adoran», decía siempre. Cuando salió en el documental de los Pistols, The Filth & The Fury, sentí una gran alegría porque era una frase que le había oído decir desde el mismo momento en que lo conocí. Y él sabía que yo lo pillaría. Hasta el día de hoy hace que me parta de risa. Muy típico de él. Porque lo que está claro es que no era ningún bellezón. Genial.

Su nombre de verdad era Simon, pero a él nunca le gustó, así que usaba su otro nombre, John. La historia que me contó es que su padre era de la Guardia de Granaderos. Solía decir: «Sí, como Bob Marley». Su madre era una hippie de Ibiza y él, un embarazo no deseado. Su padre no quiso saber nada, así que fue ella quien lo crio. Era una mujer educada, pero no parecía tener trabajo. La típica con largos y vaporosos vestidos hippies y uñas negras. A veces la veía con uniforme de enfermera, pero de color caqui. Muy extraño. Nunca me enteré de lo que hacía. Probablemente metía uñas postizas en bolsas. Alguien debía empaquetar todas esas uñas en cajas.


El apellido de su padre era Ritchie, Beverly el de su madre, no tengo ni idea de cómo constaría en su partida de nacimiento. Como no le gustaban, le encantó que le empezara a llamar Sid, porque era un nuevo nombre que añadir al repertorio. Se lo puse por mi hámster, un animalillo estúpido pero muy simpático, y pensé que le pegaba. Por aquel entonces, Sid era un nombre que estaba mal visto porque se asociaba directamente a Sid James, es decir, a todo tipo de cosas horrorosas. Era el típico nombre de la clase trabajadora y, por eso precisamente, a Sid le gustaba aún más, se deleitaba pensando en ello. Así era él. Vivía con su madre en Fellows Court, una torre de pisos en Hackney. Al principio pensé que era un sitio estupendo para vivir. Pero no. El ascensor no funcionaba nunca y, cada vez que ibas a verlo, había que subir once pisos a pie, así que al principio no tenía muchas ganas de hacerle una visita.

Sid era muy ingenioso y el humor, su táctica de supervivencia. Pronunciaba el nombre de la revista Vogue de una forma muy graciosa: «Vogg-you-ee». La única razón de que yo lo hiciera mejor es que en William of York nos habían dado clase de francés. De hecho, como Sid, yo prefería su «Vogg-you-ee». Captaba su esencia mucho mejor. Él solía utilizarla como si fuera la Biblia, aunque nunca se compró ni un solo número porque se iba al quiosco a leerla. O sólo a ver las fotos, sin leer nada. Le gustaba la moda hasta límites insospechados y su icono era David Bowie. Si Sidney quería ser alguien, ése era Dave.

La especialidad de Sid era ponerse el pelo de punta al estilo de Bowie. Cogía dos sillas del salón y las colocaba enfrente del horno; se tumbaba y metía la cabeza bocabajo con el horno de gas encendido para que el calor le pusiera el pelo tieso. Una vez se quemó así. A veces también se le chamuscaban las puntas, pero le quedaba bien: «¿Cómo lo hará Bowie?». «¡Seguro que como tú, Sid!».

Empezamos a ir de garitos en Hackney porque había un montón de sitios. Primero iba a casa de Sid y luego seguro que había bronca por la pinta que llevábamos. Muchas veces tuvimos que volver a casa de Sid corriendo porque habíamos perdido el último autobús y yo por lo menos no estaba dispuesto a ir andando por esa zona por la noche. Siempre me quedaba en casa de Sid porque ya no había más autobuses y Finsbury Park estaba demasiado lejos para ir andando. También era muy peligroso por la noche. Si cruzabas Hackney y luego Stroud Green te podía pasar de todo.

La madre de Sid, Anne Beverley, nunca me dirigió la palabra. Nunca le gusté ni tampoco me entendió. Supongo que le parecía un personaje muy callado. No conocía mi potencial; ni siquiera yo mismo lo conocía por entonces. Siempre tenía la cena de Sid preparada, sólo la de Sid, al que ella inexplicablemente llamaba Michael, aunque para nosotros era John de nombre y Sid de apodo. Ni siquiera Simon. Aquello era muy raro y, de una forma extraña, muy alejado de la realidad. Así que ahí estaba yo, el tío que había salvado a su hijo de una paliza y no se me permitía comer. Tenía que sentarme ahí y mirar a Sid zampárselo todo.


Ya no me gustaba llevar el pelo largo. Era una molestia, aunque me encantaba que los viejos de las obras se indignaran al verme con las melenas. Llevar el pelo largo te convertía en un imán para la poli. Pero la verdad es que la mayoría de los delincuentes lo llevaban así. Una melena significaba muchas cosas. Para algunos: «Paz, tío, quiero parecerme a Jesús y por eso llevo estas pantuflas». Para otros, era un acto completamente agresivo: «Jódete, no pienso cortármelo».

Rapárselo, rapárselo por completo como un skinhead era un acto de agresión total. Creo que la mayoría de las cosas comienzan con un acto de agresión, incluso los hippies más pasivos, porque su actitud es casi pasivo-agresiva. Consiste en declarar «no encajo en el sistema, así que me voy a dejar crecer el pelo y a ver cómo me paras». La historia de la humanidad ha sido siempre así y así va a continuar siendo: siempre vamos a luchar por ser diferentes. Y cuando todo el mundo asimila una tendencia, te das cuenta de que es la norma y de que hay que inventarse otra cosa. Así que decidí raparme el pelo y teñírmelo de verde. La marca Krazy Color era genial. Es una pena que ahora sus tintes ya no tengan la densidad ni la duración de entonces. Me da la sensación de que han diluido los colores y que ya no son tan brillantes. Son un desastre a no ser que te dé igual parecer un puto periódico desteñido. ¿Os acordáis de los chistes en color que salían antes en los periódicos? Pues ese tipo de colores: eso es lo que te venden ahora. También puede que la gente no sepa decolorarse como es debido. Por aquel entonces los colores eran deslumbrantes, espectaculares. Mi padre lo desaprobó totalmente, aquélla fue la gota que colmó el vaso y me echaron de casa. Mi padre me despidió con su célebre frase: «¡Lárgate de casa, pareces una col de Bruselas!». No la he olvidado nunca. En ese momento me hizo mucha gracia. Era doloroso separarme de mi padre, pero por lo menos me despidió con humor. Me encantaba el ingenio de mi padre, lo adoraba por ello. De hecho, hasta ese momento no me había dado cuenta, pero era verdad: parecía una col de Bruselas. Desde entonces la única forma de entrar en casa era colándome por la ventana a las cuatro de la madrugada. (Excepto si mi tía Pauline había viajado desde Canadá y estaba en casa, porque se me consideraba una vergüenza y no podía aparecer por ahí.)


Después de que me echaran, me fui directamente a Hampstead, donde Sid vivía de okupa. Sid era el que había okupado la casa (bien por él). Su madre, al parecer, lo había largado de casa y él fue uno de los primeros. La madre de Sid era adicta a la heroína. Un día estaba en su casa de Hackney y estábamos escuchando el álbum Tago Mago, de Can. Era el cumpleaños de Sid (a mí se me había olvidado) y ella le dio una bolsita de heroína para que se la chutase. Yo me quedé de piedra. Sid me dijo: 

—¿Quieres?

—Ni de puta coña. No me gustan los bajones.

—Bueno, pues entonces mejor que te vayas.

Anne Beverley tenía una relación bien extraña con el pobre Sidney. Aquello no parecía una familia. Nunca me ofreció nada, ni una sola vez, ni un vaso de agua. Es rigurosamente cierto: jamás. A veces también venía el resto de la «panda de los Johns» (Jah Wobble y John Gray), que también se daban cuenta de eso.

—Pero, bueno, ¿es que nosotros no existimos o qué?

—Me temo que no.

Era una mujer rarísima. No le gustaba que Sid tuviese amigos. No le gustábamos ninguno de nosotros. Por aquel entonces, Sid tenía un amigo que se llamaba Vince y solía decir: «Me cago en la…, esta casa parece de hielo».

Le dije a Sid:

—No puedes vivir así con tu madre. Mírala, si te está poniendo heroína espolvoreada en los riñones que te comes. Es demasiado.

De hecho, cuando lo conocí, Sid era antidrogas. ¿Pero sabes lo que hacen las madres adictas? Lo ponen en la comida. Una locura, ¿no? 

Su madre decía: «Aquí tienes la comida, Sid. No dejes que tu amigo la pruebe, ¿eh?». Y Sid: «Vale, mamá». Pero luego, cuando se metía en su cuarto, me decía:

—Oye, prueba esto, que no tengo ni idea qué me está dando.

—No tengo hambre, tío —le contestaba.

Ésa era la herencia de Sid.



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